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domingo, 4 de noviembre de 2018

TAMBORILES DE NOVIEMBRE


Los partes meteorológicos anunciaban buen tiempo. Pero se equivocaron una vez más. Y, aunque no llovió, el día de los difuntos amaneció como corresponde, nuboso, gris plomizo...Triste.

Tradicionalmente, la memoria, el recuerdo de nuestros fieles difuntos están tan presentes en este día dos de noviembre que el color morado en su liturgia es capaz de contaminar, de oscurecer la gloria exultante del día anterior, el día de Todos los Santos.

Pero en Huelva, este año, la gloria de un simpecado blanco ha podido con el morado penitencial y con la tradicional tristeza de un irreconocible día de difuntos.

La celebración de la Magna Rociera, de este Rocío de Amor y Caridad ha sido capaz, como un piadoso movimiento telúrico, como una fervorosa sacudida, de mostrar al Mundo una diócesis unida y vertebrada por el amor a la Santísima Virgen del Rocío. Ha vuelto a demostrar que esta Huelva aletargada y complacida en su atávica indolencia es capaz de reaccionar cuando se le da un zamarreón, y si ese zamarreón está imbuído en su ancestral devoción a la Virgen, todavía mejor. Y sabe reaccionar a la perfección.

Ya, desde el mismo amanecer de este dos de noviembre, entre la velada bruma en el cielo, se intuía. Desde bien temprano se presagiaba lo que viviríamos al anochecer. Desde el alba, entre jirones de nubes, lo proclamaban el dorado de los blandones, el color rojo de los damascos, el colorido de las flores en los cinco altares que se montaron en el recorrido que seguirían los simpecados en el rosario. Se vaticinaba en el aire que rizaba los flecos de los mantones de manila que colgaban de los balcones, el mismo aire que hacían ascender y descender en los cordeles las flores de papel picado que adornaban las calles, que aún con el cielo nublado, ya empezaban a brillar. Lo presentía el latido de la ciudad, lo sabía en su más recóndito interior y en el pálpito que sentía Huelva en su corazón. 

Lo anunciaba días antes el altar elevado en la parroquia de la Concepción con la Virgen del Rocío. Lo certificaba el altar de la Victoria  con el recuerdo de la Coronación de la Virgen; en su Gloriosa Asunción a los Cielos, en el del Calvario, que ha sabido unir para siempre el Dulce nombre de Rocío con la Esperanza más certera. Lo manifestaba el altar de la Oración en el Huerto con la Inmaculada Concepción de la Virgen entre recuerdos de plata con corazones atravesados por puñales. Proclamaba la virtud del amor de Huelva a la Virgen el verdor de la Esperanza, más teologal, más humana que nunca. Y lo corroboraba la Virgen de la Cinta, primero en la fachada del convento de las Hermanas de la Cruz y más tarde, como una hermana más, en el tondo pintado de su milagroso simpecado,  esperando, viendo pasar los simpecados del Rocío como una monja más en el atrio de su capilla.

Reverdece en la memoria la letra de aquella sevillana que decía:"De la Virgen del Rocío, el simpecado un espejo, que tienen las hermandades pa conservar sus reflejos". Y en este inolvidable dos de noviembre fueron treinta los espejos que reproducían los reflejos de la Virgen del Rocío, cromática letanía de colores que se cierran en dos en los mandamientos rocieros, en el verde de Emigrantes y Huelva y en el purísimo blanco de Almonte. Porque el simpecado de la Hermandad Matriz parece entretejido con hilos de luna de Pentecostés y con la plata de los lucios de la marisma. Porque parece reflejar la blancura de la cal de su santuario e irradia toda la belleza, todo el fulgor, toda la gracia celestial de la Virgen almonteña.

Por eso, la tarde del día de difuntos que en principio debería suponerse melancólica y triste, se nos apareció radiante en su limpieza venciendo la negrura de la muerte trocándola en vida. Así, de esta manera, el simpecado pasaba rompiendo la bruma, ahora no de las nubes, sino del humo de las bengalas, incienso de colores, que lo alumbraban y perfumaban al mismo tiempo.

Treinta espejos reflejando la belleza de la Blanca Paloma, alumbrando , trazando de parte a parte, abriendo luminosos caminos de tisú y oro por toda la ciudad y envueltos por el sonido de los tamboriles, vibrantes, ancestrales, transformando los tristes cantos de una noche de difuntos en esa alegre melodía, banda sonora rociera. Tamboriles para una tarde de noviembre hecha mayo.

Color y calor en un rosario para la historia. Devoción derramada al día siguiente en la Avenida de Andalucía en el mismo lugar donde hace veinticinco años oficiara la Santa Misa el Papa San Juan Pablo II. Allí, bajo la mirada esculpida en bronce de la Virgen de la Cinta, se hizo presente el Rocío del Amor y la Caridad ... Y un rocío de verdadera Fe.

Y en esa tarde, toda la luz de la ciudad de la luz parecía emanar de las carrozas de los simpecados. Luz y sol para una procesión con la que culminaban los actos que habían comenzado con un cielo triste, hermosa metáfora del brillo de un simpecado venciendo a la oscuridad.

Pero todo tiene su fin. Y no pudo tener mejor epílogo que la despedida del estandarte almonteño, bandera de la devoción rociera, que a los pies del Nazareno.. Fue como si el color blanco y plata del simpecado del Rocío se fuera disipando, diluyendo y el morado, tan propio de estos días, volviera a renacer, como emanado de las vestiduras del Señor, en el que Huelva confía, como si todo lo vivido fuera depositado ante él y ante la Virgen del Rocío entronizada a sus pies. Quien lo vio lo sintió y puede dar fe levantando acta en el libro de la emoción.

Gracias, Emigrantes, rosas amarillas y rojas para perfumar a la Virgen de la Amargura, esa Madre Dolorosa que los lleva literalmente en su corazón. 

Gracias, Huelva, por acercar a Jesús Nazareno todo el verde de su simpecado, luminosa esmeralda como viejo garante de la devoción rociera de los onubenses.

Y gracias, muy especiales, a Almonte, por mostrarle al Señor la blancura de vuestro simpecado de gala haciendo gala de esa tradicional generosidad que os caracteriza a la hora de compartir la devoción a la Virgen. Que Él y Ella os lo premien.

"Que mi carreta es tu casa, esa es la ley del camino", dice otra vieja sevillana. Que la capilla del Nazareno es también vuestra lo dicta la ley de nuestro agradecimiento más sincero.


viernes, 23 de febrero de 2018

BODAS DE ARPILLERA



Cuentan que en aquel viejo y humilde corralón de vecinos de la calle Tendaleras nadie dormía cuando llegaba la madrugada del Viernes Santo.

El aire que llegaba del muelle y que mecía con solemnidad las redes que  se secaban al pairo colgadas en la antigua carretera del Odiel, agitaba también las hojas brillantes de las macetas de pilistras que se disponían a lo largo del patio frisando el lavadero que se situaba en el centro del corralón. Un rosal de enredadera, emparrado en un rincón, competía vigorosamente con un jazminero que se acodaba sobre las paredes en el rincón contrario de aquella casa de vecinos.

 A las puertas de cada partido, de cada vivienda, colgaban los aparejos de pesca, las nasas de barro y el canasto de mimbre donde los hombres de la mar llevaban el costo cuando salían a faenar. Pero hoy no se salía, era Viernes Santo y el Señor venía a visitarlos.

Cerca del portalón de la calle, en una orza grande adeudaban en agua las flores que con el dinero recogido, peseta a peseta, le compraban a Brioso en los huertos del Conquero y que, amarradas con un cintillo de hojas de palma, esperaban la llegada de su Dueño con las primeras luces del alba.

Porque el Nazareno llegaba a la calle Valencia con el monte de corcho borniza desnudo y llegaba al muelle cuajado de flores.

El corralón cada noche de jueves santo se preparaba para ver llegar al Señor. Los días previos se pintaban las paredes con el carburo que sobraba de la fábrica que estaba junto a la estación de Zafra; se adecentaba el patio, se cargaban bien de aceite las candilejas para que duraran encendidas toda la Madrugada y esa misma noche, las mujeres se aupaban unas a otras hasta alcanzar las farolas del alumbrado público para encenderlas, una a una, e iluminar la calle por donde, casi de noche aún, pasaría la cofradía. Todo se adecentaba para homenajear al Señor,  pero se preparaba también para homenajear a quienes como costaleros iban debajo de  Su paso.

En el centro del patio, alrededor de la pila, se disponían los vasos con la leche ya echada, a la espera de que se detuviera el paso en la puerta y entraran aquellos hombres de la bahía, cargadores de la estiba, para desayunar, momento en el que se completaban los vasos con el café de puchero que hervía en un anafe. Un lebrillo de pestiños enmelados amasados por Julio Ruiz y su mujer, dos botellas de aguardiente, una de coñac y una tinaja de barro con agua fresca del relente, completaba el agasajo a quienes con más fe que salario sacaban cada Madrugada al Nazareno.

Llegaba de noche y se iba, buscando el muelle, con las primeras luces del alba. El olor de la tienda de los Castaños, el olor a anís y el de los calentitos que venía de la plaza de abastos se mezclaba con el incienso que traía la procesión. En el aire de la calle, como llevada por los vuelos del capote de Juan Posada, se mecían las primeras saetas que subida sobre una silla cantaba una chiquilla, Manolita Sánchez, la que para Huelva siempre sería su Niña, La Niña de Huelva. Y se cerraban, por respeto y reverencia a Quien pasaba, las puertas de la Europa, “donde las mujeres de bandera…” Y ondeaba a media asta en señal de luto la bandera de España de la Comandancia de Marina que estaba a la vuelta de la esquina.

Pero andando el tiempo, el viejo corralón desapareció, como fueron desapareciendo, poco a poco, aquellos hombres de la bahía. Con el tiempo fueron también languideciendo las cuadrillas de costaleros que ellos mismos formaban cada Semana Santa. Las cofradías en la calle, tal como se había conocido hasta entonces, corrían serio peligro. Los pasos con ruedas fueron triste realidad en algunas y amenaza creciente para todas las demás.

Pero cuando casi todo se malauguraba perdido, cuando parecía que las cofradías habían tocado fondo, un aire de renovación, joven y fresco, comenzó a soplar removiendo los cimientos de la Semana Santa de Huelva.

Y así, pronto, Jesús Nazareno, desde el recuerdo y el reconocimiento a las cuadrillas de costaleros profesionales, acuciado por la posible necesidad y ganando el futuro, sería llevado por sus propios hermanos.

Para capitanear esta empresa, tan nueva como ilusionante, revestida de reto, se tuvo la inmensa suerte de contar con dos puntales, dos referentes en aquella emergente Semana Santa de Huelva, Juan Manuel Gil García y Diego Morón Illescas y con el entusiasta impulso  de quien por aquel entonces fuera el hermano mayor de la cofradía, D. Aurelio Linares Benavides.
Nunca se pudieron imaginar aquellos primeros trece que acudieron por vez primera al viejo almacén de la calle Trigueros que escribirían con letras de sudor sobre pergaminos de arpillera una de las más hermosas historias de amor, honor y pundonor hacia Jesús Nazareno. Esos trece costaleros que como con los Trece de la Fama de Pizarro, trazando una raya en la línea de los tiempos, dejaron a un lado la comodidad y la indolencia, y al otro lado empezaron a gestar bajo las trabajaderas de su paso, la gloria imperecedera de ser costalero del Señor, de ser altar, trono y pedestal donde se asienta la devoción de Huelva.

Y hace ahora, aunque parezca que fuera ayer, cuarenta años, con cuarenta cuaresmas de espera, cuarenta lunas llenas de Nisán, con cuarenta veces cuatro golpes de campanas anunciando su hora, cuarenta fríos de relente, cuarenta amaneceres en el muelle, cuarenta soles de fuego en la Placeta, con cuarenta batallas de saetas de balcón a balcón, desde la Granaína al Comercial, con cuarenta clamores en la calle Marina, cuarenta noches de miradas de impaciencia al cielo, cuarenta salidas de gentío con sus cuarenta recogidas multitudinarias, cuarenta alboradas y cuarenta mediodías, cuarenta mecidas de la gracia para que el terciopelo liso lo borde el suave vaivén de la brisa del muelle rizando una túnica morada, cuarenta escalones para alcanzar la Gloria, cuarenta Plaza Niña y casi cuarenta de Esperanza…Y una salida extraordinaria para que la ciudad le ofreciera su Medalla, la que siempre lleva en su corazón.

Porque se podrán celebrar bodas de plata, de oro y hasta de diamante. Pero estas bodas de arpillera solo la pueden celebrar los elegidos por Él.

 Sirvan, pues, estas palabras de sincero agradecimiento, homenaje y respeto a quienes fueron, a los que son y a los que serán sus pies; a los que hicieron, hacen y harán que Nuestro Padre Jesús Nazareno pueda caminar por las calles de Huelva cada renacida Madrugada de Viernes Santo ayudado por una legión de cirineos de alpargatas, faja y costal.
Felicidades.