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lunes, 23 de septiembre de 2019

LA CAMARISTA


                         
                       





                         LA   CAMARISTA


     A la memoria de Dña. Manuela Gómez Pérez,
     Camarista de Nuestra Señora de la Caridad
                                (Q.S.G.H.)              

Me habréis oído decir miles de veces, o habréis leído otras miles, que una cofradía, salvando y sobreponiendo la devoción a sus sagrados titulares, son lo que son gracias a las personas que la componen, que su carisma, su buen nombre, su crédito, la definición de su estilo, su credibilidad…la perfilan sus hermanos. Las mismas miles de veces he dicho, intentando beber de las fuentes y seguir la estela de grandes cofrades, que a las cofradías debemos llegar para acercarnos a Dios… y para hacer amigos; que de no ser así, nada de esto tendría sentido. Y yo, al menos en lo segundo, siempre he tenido suerte; yo diría que muchísima suerte. Y en lo primero, Dios me juzgará. 

Cuando hace ya algunos años, ante la insistencia de un muy querido amigo llego al servicio de la Virgen de la Caridad para vestir su sagrada imagen, tuve la inmensa fortuna de conocer a una gran mujer, a  Doña Manuela Gómez Pérez, Manoli, camarista de la Santísima Virgen, y poder gozar de su entrañable amistad.

Definir a esta señora como “cofrade” sería insuficiente a todas luces, porque con absoluta seguridad y en justicia habría que anteponer su  condición de mujer profundamente creyente, firmemente comprometida con la parroquia de Santa María, Madre de la Iglesia, desde su creación, siendo miembro activo de sus grupos parroquiales antes incluso de la fundación de su querida hermandad del Santísimo Cristo de la Fe.

Inquieta, servicial, previsora, amable, agradecida, con la discreción como inalienable seña de identidad, Manoli desempeñó en un  primer plano, tantas veces invisible para la mayoría de la gente, un servicio a su hermandad difícilmente superable.

Adelantada a su tiempo, cuando a la mujer se le encasillaba (en el mejor de los supuestos) en muy escasos y determinados puestos, ya ella, por méritos propios y sin ocupar cargo alguno en ninguna junta de gobierno (no sería porque no se lo ofrecieron) fue referente de devoción y entrega a su hermandad.

Rebasando amplísimamente su cometido como mera camarista, junto con Juan, su esposo, fue incansable “clavera” de su cofradía, allegando recursos económicos, atrayendo a nuevos hermanos que han ido engrosando día a día la nómina de una hermandad joven y nueva que arracima en torno a ella la devoción de un barrio, de su querido barrio de Viaplana. En ella sí se cumplía a rajatabla lo de “que tu mano derecha no sepa lo que hace tu mano izquierda”. No creo que haya mayordomía de hermandad alguna que haya vendido más lotería que Juan y Manoli.

Huyendo siempre de lugares de preeminencia, de focos de atención, de polémicas, conciliadora, querida y respetada por las sucesivas juntas de gobierno, intentando ser ecuánime en las posibles e inevitables diferencias de criterio (tan propio en nuestras cofradías), sensible pero enérgica, anteponiendo siempre el sagrado interés de la hermandad por encima de todo, callando algún disgusto que siempre ofrecía y relegaba al olvido.

Cierta tarde de besamanos, y sin que ella supiera nada, hubo que engañarla para que ocupara el sitio preferente que tenía reservado en el templo el día que la hermandad le tributó un modesto, pero más que merecido homenaje. Una vez superada la emoción y la sorpresa, pocas veces la vi tan sinceramente feliz.

Pero era en la cercanía de su condición de camarista donde más y mejor se ponía de manifiesto su sincera devoción a la Santísima Virgen que veía representada en la bendita imagen de nuestra Señora de la Caridad, y a la que trataba con el familiar respeto y la devota reverencia de una dama de confianza al servicio de una Reina.

 Jamás una indicación que interfiriera en la labor de los priostes o del propio vestidor. Siempre sincera en sus opiniones. Ante cualquier sugerencia, cualquier insignificante insinuación que se le hiciera y que pudiera redundar en el decoro de la imagen de la Virgen o de la hermandad y se encontrara a su alcance (o al alcance de quienes nunca le negaban colaboración), antes de que se pensara, ya estaba hecho. Y qué paciente y comprensiva con las “neuras” perfeccionista del vestidor… Estoica.

De carácter alegre, de mirada chispeante, en esas largas horas de intimidad y cercanía en torno a la Virgen, donde da tiempo a hablar con afabilidad de todo, cuando fluyen y afloran las confidencias, era cuando más le brillaban los ojos, sobre todo al hablar de su familia, de sus hijos, de sus nietos; con cuánto cariño, con cuánta satisfacción, con cuánto orgullo. 

Cuántas veces, en la penumbra rojiza de la iglesia, a la luz de la lamparilla del sagrario (no había ni una sola vez que pasara por delante y no se detuviera ante el Santísimo) hablaba de su devoción a Sor Ángela de la Cruz, de las visitas junto a Concha, su hermana, a la Casa Madre de Sevilla cada dos de marzo para venerar el cuerpo incorrupto de la Santa; de su cariño al convento de la Plaza Niña de Huelva y a sus monjas, donde estudiara de niña. Quizás ellas fueran las que le contagiaran esa sana y santa alegría que derramaba.

Poseyendo esa profunda Fe, no es extraño que el Señor eligiera para llamarla a Su presencia en esas fechas tan señaladas para cualquier cofrade, cuando la Semana Santa se enmarcaba ya en el portón de bronce del Domingo de Pasión para hacer su entrada. Pero su repentina partida, por dolorosa, por inesperada, cubrió con un velo de duelo el pregón de la Semana Santa de la ciudad, que Manolo, su yerno, supo rasgar de parte a parte con la emotiva brillantez su pregón. Qué entereza la del pregonero, qué ejemplo el de Pilar, su mujer. Qué madurez la de su hija Mencía.

Cierto es, querida Manoli, que te marchaste sin avisar…pero con las tareas hechas, con la virgen recién entroniza en su paso la noche anterior, ya vestida para su salida procesional y, cosa inusual (nunca te gustó enjoyarla tan pronto), hasta con las alhajas puestas. Lo último que hiciste fue quitarte el anagrama de María que siempre llevabas al cuello para ponérselo a la Virgen en el pecherín. Y, cosas del destino,  casi a punto de terminar de coser (como si presintieras el luto) el nuevo manto negro que en este mes de noviembre arropará a la Caridad cuando se vista de terciopelos negros en memoria tuya y en la de todos los hermanos que ya están a su lado, en la Gloria prometida.

Ahora, es difícil, resulta extraño preparar a la Virgen y que tú no estés allí ordenando, cuidando, disponiendo debidamente su ajuar, humilde, pero siempre en perfecto estado de revista, limpio, impoluto. Cómo y cuánto duele tu ausencia.

Pero dicen que nadie se va del todo mientras permanezca en la memoria de quienes la quisieron. Por eso permanecerás para siempre en nuestro recuerdo, y te veremos en la blanca intimidad de unas enaguas ciñendo el talle de la Virgen; en la camisa oculta bajo la túnica de un Nazareno que camina de Madrugada; en la impecable hechura de cada saya salida de tus manos; en el revuelo de cada capa burdeos desplegada en el aire de la tarde en las filas de una cofradía que camina hacia la Carrera Oficial; en la solemne elegancia de una dalmática alumbrando a la Esperanza, “qué difícil combinar el damasco y el terciopelo, no pasé ná”; en el airoso vaivén de unas bambalinas y en los pliegues de un manto de cola, capaz de cobijar toda la Fe de Viaplana; en el aceptar sin dramatismos ni estridencias las inclemencias meteorológicas que tantas malas pasadas jugaron tantas (demasiadas) tardes de Viernes Santo; en el recuerdo del sagrado ritual de caminar tras el paso de Cristo la mitad del itinerario y la otra mitad tras el paso de palio, donde siempre te encontraba, en el sitio que más te gustaba, la primera, pegada al “poyero”, de “guardamanto”, para recriminar con enérgica elegancia a quienes tocaban el terciopelo del manto y al que todos los años tenía que volverle a coser el fleco.

Ahora que el tiempo ha pasado, poco todavía, pero el suficiente para que al acordarnos de ti esbocemos una sonrisa y las lágrimas se vayan disolviendo en la alegría por tener la fortuna de haberte conocido, y porque personas como tú dan sentido y honran a este mundo cofrade tantas veces carente de esos valores del que hacías gala, y permiten que se haga realidad  esa premisa de que a las cofradías se viene a acercarnos a Dios y a hacer amigos. Y en mi caso, contigo, se cumplió sobradamente. Fue todo un honor poder colaborar junto a ti.

Te pido que ruegues por nosotros, porque no me cabe la menor duda de que ya gozará del cielo quien en la Tierra fuera una mujer de Fe y siempre  estuvo al servicio de Santa María de la Caridad, Madre de la Iglesia.

Gracias, Manoli. Descansa en paz. Te debía este sencillo y sincero homenaje. Recíbelo con un cariñoso abrazo.

 Ah…, se me olvidaba: no sabes cuánto echo de menos aquellos bizcochos tuyos de limón, nunca recibí mejor recompensa por un trabajo que ya, por sí mismo, es una inmerecida recompensa... Y un valioso premio haberlo podido compartir contigo.


domingo, 16 de junio de 2019

DOÑA CARMEN


Dicen que se viaja no para escapar de la vida, sino para que la vida no se nos escape; que solo viajando te das cuenta de que no importa cuánto sepas, porque siempre hay más que aprender; o que viajar es la mejor manera  de perderse y de encontrarse a uno mismo. Y esto es justo lo que me ha pasado en uno de esos escasos viajes que uno se puede permitir, que me he vuelto a encontrar conmigo mismo, pero llevado de la mano de quien me dio a conocer el Mundo a través de sus viajes, con quien fuera mi maestra durante más de diez años. Hoy me he vuelto a encontrar en la memoria con Doña Carmen.

 Y aquí estoy, a diez mil pies de altura, en el avión que me lleva de regreso  a casa empezando a darle forma a este artículo.

Es curioso como después de más de cincuenta años, la admiración, el respeto y el agradecimiento hacia mi maestra, lejos de disminuir, ha ido siempre en aumento. Doña Carmen era inteligente, severa pero amable; rigurosa, pero flexible; ordenada y seria en el trabajo, de pensamiento  liberal, adelantada a su tiempo. Físicamente era alta, atractiva (o a mí me lo parecía), rubia, y fumadora empedernida. Pero por encima de todo, maestra vocacional, porque sin vocación, el magisterio es muy difícil, si no imposible.

Económicamente solvente, casada y sin carga de hijos, su verdadera pasión, después de la enseñanza, era viajar. Cada mes de septiembre, en los primeros días del nuevo curso, infaliblemente nos hablaba del viaje que había realizado durante las vacaciones de verano. Y aquellos chiquillos asistíamos embobados a la mejor lección de geografía, historia, y ciencias sociales que pudiéramos tener, infinitamente superior a la de los libros. Doña Carmen nos hablaba de Europa, del nivel de vida de algunos países, de sus costumbres. Nos describía los grandes centros comerciales de las capitales europeas en esa ya lejana década de los sesenta cuando aquí se empezaban a ver los primeros supermercados; de los trenes de alta velocidad en Francia, cuando ir en autobús de Huelva a Sevilla nos llevaba más de dos horas, parando en Manzanilla a tomar café. Nos refería al nivel de vida de Suiza; de los cines de Londres, de lo difícil que le era conducir por la izquierda; de los teatros de Viena; de los glaciares noruegos; del día polar en los veranos de Finlandia; de la belleza de las calles, iglesias y monumentos de Roma y de haber visto cruzar la Plaza de San Pedro del Vaticano a un papa en silla gestatoria. Ejemplarizaba el trabajo de los alemanes para reconstruir toda una nación destruida en una guerra de infausta memoria.

Cuando acabamos la educación primaria, ya en la década de los setenta,  e ingresamos en el bachillerato, después de salir del instituto volvíamos al colegio que nos servía de academia. Allí coincidíamos con los alumnos de PREU, en lo que hoy se llamaría una unitaria (aula donde coincidíamos juntos alumnos de diferentes cursos y edades) y la oíamos hablar de cómo sería el futuro de España cuando muriera el general Franco. Profetizó el paso de un régimen autoritario a una democracia plena de la mano del Rey Juan Carlos. Les hablaba a los preuniversitarios del ingreso de España en la Comunidad Económica Europea y de la apertura de España al Mundo. Y hasta llegó a vaticinar la devolución de Gibraltar…en esto falló estrepitosamente. A ver si ahora con lo del Brexit… 

Mi maestra era católica, practicante, pero sin beatería, el Nacional-Catolicismo siempre se quedó fuera de clase, en el pequeño patio de recreo, donde un retablo de azulejos con la Virgen de la Cinta vigilaba nuestros juegos, algún balonazo se llevaron los farolitos que la alumbraban…. Se rezaba el Padrenuestro, el Avemaría y el Gloria al entrar en clase y, al salir por la tarde, indefectiblemente,  el Bendita sea tu pureza. Pero jamás vi un sacerdote en mi colegio.

Todas las tardes de los viernes, a continuación del dictado diario (eso sí que era sagrado), hacíamos trabajos manuales y después Historia Sagrada, que nos explicaba doña Carmen como cuentos fantásticos. Sin embargo, para prepararnos para la primera comunión, permanecíamos en el colegio una hora más, fuera del horario lectivo estudiando el catecismo Ripalda, que empezaba con una pregunta, ¿Quién es Dios?, y que respondíamos a coro y en un rehilete. Ahora los libros de religión son infumables y los niños hacen la comunión sin saber ni la mitad que nuestra generación, pero ese es otro tema.
Amaba la pintura. Las clases de dibujo, para ella eran irrenunciables, por muy torpes que fuéramos, siempre nos alentaba a amar el arte.

Nunca le oímos consigna política alguna, jamás cantamos ninguna canción afín a ningún régimen, nunca formamos militarmente, si acaso una fila irregular a la hora de entrar. Y, adelantada a su tiempo (apasionada del fútbol), siempre vio en el ejercicio físico una asignatura fundamental (ahí aprendí yo más bien poco, la verdad)…

Por eso, cuando se quiere pintar de gris, o de azul Mahón, la educación de aquella época, pintándola plana, militarizada, aleccionada en la dictadura, no me reconozco. Porque tuve la suerte de educarme bajo la tutela de una gran mujer, culta, cosmopolita, abierta, exigente y noble. Porque la educación que me dispensó no la he olvidado y  porque al cabo de los años volví a reencontrarme conmigo mismo y con mi vieja y querida maestra en el reflejo del agua en los canales de una ciudad bellísima de la que tanto me hablaba y que a cada paso me ha tendido puentes que me llevaron al recuerdo agradecido en el respeto a Doña Carmen, mi maestra, amante a ultranza de su profesión y enamorada de Venecia.

Valgan estas palabras de agradecimiento y de recuerdo a su memoria  y como tantas veces decía citando a Jardiel Poncela: “Viajar es imprescindible y la sed de viajar, un síntoma de inteligencia”, a lo que yo añado “Qué pena no tener más dinero”.

lunes, 3 de junio de 2019

EL GESTO DEL REY




Cómo sabía yo que el gesto de S.M. el rey Felipe en el izado de la bandera iba a traer cola. Justo desde el momento que lo vi en televisión me dije que sería carne de zapping, motivo de sesudos debates en las ociosas tertulias de televisiones amarillistas`, compuestas de maestros liendres, que de todo saben y de nada entienden.

Esa negación de D. Felipe con la cabeza, y en primer tiempo de saludo mirando fijo a la enseña nacional, no iba a pasar desapercibida. Y sobre todo para cierto grupo social, para una determinada izquierda española. Sí, esa que ustedes están pensando.

Y es que, en honor a la verdad, esta celebración del día de las Fuerzas Armadas habrá sido “muy fuerte”, un duro golpe  para algunos, colmatando la paciencia de la posmodernidad y habrá puesto de los nervios a más de uno.

No hay que dejar de reconocer que este año el entorno elegido para la celebración ha sido  muy “complicado” para los mismos de siempre. Comprendo que para los políticos de importación como Echenique, Fachín (hay nombres que carga el diablo) y otros de producción nacional, como Garzón y compañeros mártires, se les indigeste la imagen de la Bandera Nacional izada justo en la Puerta del Príncipe de la plaza de toros de la Real Maestranza de Artillería, en Sevilla. Les habrá salido urticaria viendo la tribuna de los Reyes de España levantada al lado de la estatua en bronce de Carmen, la de la ópera de Merimée (por cierto obra del escultor onubense Sebastián Santos), o de otra de Curro Romero abriéndose de capote; o de la estatua ecuestre de la augusta abuela de D. Felipe, la muy castiza, por española, de Doña María de las Mercedes de Borbón y Orleáns, reina sin reinar. Y si a esto le añadimos el río, y el puente de Isabel II sobre el río, y la torre de Santa Ana asomando por los tejados de Triana en la otra orilla del río, habrá que reconocer que no puede haber corazón podemita que lo resista, a estos que padecen de hispanoisquemia ventricular izquierda, más bien ultraizquierda, que presentan evidentes síntomas de claro rechazo, por no decir odio, a todo lo que huela a tradición, y por extensión, a todo lo español. Tanta España junta, tanto tópico para ellos, tanta Sevilla, tanta Patria, tanta multitudinaria respuesta por parte de los ciudadanos, ha terminado por sacar de quicio y ha puesto de los nervios con principio de anginas de pecho a algunos que braman en las redes sociales por el gesto, adusto y desabrido, de desaprobación del rey cuando la bandera no fue bien izada, gesto que a lo mejor debía de haber reprimido, pero que tiene todo el derecho de expresar como jefe superior de las Fuerzas Armadas cuando las cosas no se hacen bien.

Con lo que les gusta a ellos, al progrerío nacional-estalinista-leninista, un “rey campechano” y en cuanto  D. Felipe tuerce el gesto y abjura en hebreo del cabo y del sargento que colocaron mal la bandera, le dan más palos que a una estera de la Real Fábrica de Tapices de Segovia, o de Crevillente. Critican este gesto de desaprobación del rey pero no aplaudieron otros gestos mucho más dolorosos, como cuando el todavía príncipe escondía impertérrito sus lágrimas confortando en IFEMA a los familiares del fatídico atentado de Atocha o consolando a los heridos en los hospitales de Madrid. O más recientemente, interesándose por las víctimas de las inundaciones de Mallorca.

 O ese gesto de verdadera contención y autocontrol de tener que soportar el desprecio y los insultos, a él y a la nación, de los separatistas cada vez que va a presidir en Cataluña algún acto inherentes a su cargo de Jefe de Estado, y sin que se le mueva un solo pelo de su real barba. O en las pitadas cada final de la Copa del Rey de fútbol: inmutable, con dos balones…incluso esbozando una velada, lejana y socarrona sonrisa, como buen Borbón. Por poner algún ejemplo.

Pero si estos desequilibrados  quieren saber de más gestos reales de D. Felipe, que le pregunten al hermano mayor de cierta cofradía de Huelva cuando  le quiso regalar a Su Majestad la medalla de su hermandad, con toda la ilusión y todo el afecto del mundo. Hasta que el entonces príncipe no se aseguró de que la medalla no tenía ningún tipo de valor material, que no era de oro, ni de plata, sino de calamina, su alteza no la aceptó. Solo cuando se le explicó el valor simbólico y sentimental, la cogió, la besó y se la colocó un rato, dándosela después a su ayudante de cámara, el jefe de día, concretamente a un militar (ayamontino precisamente) para que la guardara.

Si yo fuera el rey, el gesto que tendría con este tipo de personal, apóstoles de la demagogia y que lo insultan un día sí y el otro también,  sería un real y solemne corte de mangas, justo por encima, a una cuarta de la bocamanga de la guerrera con el símbolo de mando sobre mando que lo distingue como capitán general de los tres ejércitos…Por cierto, no les arriendo las ganancias a quienes colocaron mal la bandera y el mástil, y que consiguió torcer el gesto del rey… con su correspondiente monumental, monárquico y real cabreo.

Aún así, hasta con cara de pocos amigos, frunciendo el ceño, con la mano en la visera de la gorra de plato del uniforme blanco de la Real Marina de Guerra Española y negando con la cabeza en primer tiempo de saludo:

        ¡¡¡VIVA SIEMPRE EL REY DE ESPAÑA!!! 
Y a los que ustedes saben, un Lexatín cada ocho horas y una Cafinitrina debajo de la lengua, que los infartos están a la orden del día… y España, la Patria y el Rey no pueden prescindir de mentes tan privilegiadas como las de ellos.           

jueves, 4 de abril de 2019

NAVEGANDO HACIA LA ESPERANZA




Artículo que aparece en el boletín de la hermandad del Nazareno conmemorando el vigésimo aniversario de la estancia del Señor en el templo de Santa María de la Esperanza al clausurarse precipitadamente el edificio de la Iglesia de la Concepción para su restauración.


Los últimos rayos de sol de aquel tercer domingo de cuaresma besaban la frente del Nazareno cuando abandonaba la sucinta morada de su casa de hermandad, convertida ahora en improvisada parroquia. Aquella claridad en retirada, aquel ocaso del día, esa inminente oscuridad en aquellos  inciertos momentos del cierre de nuestro templo de la Purísima Concepción, nunca llegaron a ensombrecer ni a empañar el camino de la hermandad del Nazareno,  porque la Divina Providencia quiso que el Señor pusiera rumbo a la Esperanza, a la más certera Esperanza.

De aquella primera singladura buscando puerto seguro en aquel 7 de marzo de 1999, y de todas las que le siguieron después y durante ocho años, fue testigo el pueblo de Dios en Huelva que, siempre fiel al Señor, orillaba el camino del Nazareno en ese dorado atardecer de domingo con ínfulas de amanecer de Viernes Santo.

La larga estela de luces moradas que iba dejando la Santa Cruz de guía y que antecedía a Jesús Nazareno ponía luminarias en el cielo de una Plaza Niña, como una playa serena donde el Nazareno recalaba atraído por la dulzura del canto de unas Hermanas que encuentran en la Cruz que carga el Señor su verdadera razón de vida y el motivo de su santidad.

Ya el navío con 24 remeros que patronea el Señor avista puerto, ya ha virado, altiva la mesana de su cruz y se  adentra en ese proceloso mar de gentes que se arracima en la calle Padre Andivia, ya le alumbra la potente luz color miel del faro que sale de las puertas abiertas de par en par del templo de la hermandad de San Francisco y que emanan de los ojos, de cristal líquido, luceros ambarinos, de la Virgen de la Esperanza.

 La parihuela ha revirado otra vez, izquierda alante, derecha atrás, y detenido en el dintel del templo, Jesús Nazareno tiene por fin frente a Él a la Flor de San Francisco.
Pero la sagrada imagen de la Santísima Virgen no está presidiendo su iglesia desde el trono de su camarín, el arco que a diario enmarca la belleza de la Reina de San Francisco estaba vacío, solo, sobre el argénteo trono de su peana, florecían arracimados una brazada de lirios morados: la Esperanza, Divina Hebrea, había bajado de su altar y con un intencionado giro en su imagen, sobre la predela del retablo invitaba al Señor a ocupar su sitio y a presidir desde su camarín la iglesia de Santa María de la Esperanza, radiante de luz aquella inolvidable tarde.

Y como si de un himno propio se tratara, con el coro de la hermandad interpretando “Sube el Nazareno” entró el Señor triunfalmente en la iglesia entre la emoción hasta las lágrimas de los que allí nos encontrábamos, emoción provocada por la cascada de muestras de afecto que desde ese mismo momento dispensó  la hermandad de San Francisco a la de la Madrugada onubense.

A partir de ese momento, un cúmulo de gestos, de detalles, reales, simbólicos, altruistas, generosos, cofrades, entrañables, profundos, sinceramente cordiales, se fueron atesorando.

Las llaves del templo de la Esperanza en las manos del hermano mayor del Nazareno, las varas doradas intercambiadas, unos gemelos para el Señor con la Cruz Potenzada; la medalla de oro de la Esperanza en el pecho del Nazareno, una reliquia del Señor en el pecho de la Esperanza, una carta de hermandad y la rúbrica de esa convivencia vitriada al fuego en un azulejo colocado en el antecamarín de la Esperanza. Y como ilusión compartida, como denominador común en la alegría, ese tiempo único e irrepetible en torno a la coronación canónica de la Virgen.
Pero con todo, siendo entrañable, hay un detalle, mínimo en apariencia, pero grande en realidad. Es una pequeña joya que en muchas ocasiones luce la imagen de Jesús Nazareno sobre el nudo del cordón de su cíngulo y encima de la Medalla de la Ciudad. Es un alfiler con un barquito, un velero donde para nosotros, los hermanos del Nazareno, siempre navega la Esperanza cerca, muy cerca, del corazón del Señor.

Y es que en la bodega de ese pequeño navío se acumula todo el agradecimiento de nuestra hermandad, todo el inmenso cariño recibido, todo ese tiempo conviviendo bajo el mismo techo, el que nos brindó seguridad y amparo en tiempos difíciles, de zozobra e inquietud.

En ese barco navega, sobre mares de esmeralda, la memoria agradecida de un tiempo feliz al refugio de la Esperanza, un tiempo en que los hermanos de San Francisco abrieron de par en par las compuertas de un pantalán para que cada cuaresma recibiera en culto debido el Nazareno y para que cada madrugada saliera de ese puerto sin escolleras, que es el templo de la hermandad de San Francisco, una marea de aguas moradas donde cerca, muy cerca del Sagrado Corazón de Jesús Nazareno va siempre navegando la Esperanza llevado por la corriente que nunca decrece de nuestra más sincera gratitud. Porque la Cruz del Señor siempre irá anclada al áncora de la más hermosa y segura de las  Esperanzas, la teologal y la terrenal.

Veinte años hace ya. Y parece que fue ayer cuando al Nazareno lo alumbró la luz de la Esperanza. Aunque en realidad, esa luz nunca se apaga y va cobijada en el pecho del Señor navegando en un barquito de plata.

domingo, 20 de enero de 2019

EL RETORNO DE LA HERMOSURA


                                   Foto: Esteban Romero Cartes

Se marchó en una víspera de espigas, cuando el fruto granaba en la era y sobre su piel se torcía el color del trigo, color pajizo que ocultaba su lacerada belleza, que velaba su hermosura, casi agostada por las  setenta y cinco siegas que en Huelva se hizo de su Amor, y que tan buena cosecha siempre ha sabido dar. Se fue cuando el calor llegaba llevando marcada sobre su piel la oscura huella del tiempo. Se fue y en pleno verano, lejos de su mano, moríamos de frío.

Pero regresa ahora; vuelve ahora en estas vísperas de palmitos y naranjas;  ahora que el frío pone cristales de hielo sobre el azul de nuestro cielo y congela el espacio en la mañana de la procesión de San Sebastián, azuleando la encarnadura oscura de la imagen del mártir. Lumbre en la nieve, sol disipando la niebla, vuelve cuando la naturaleza, inactiva y latente, descansa en su letargo invernal.
Retorna a nosotros mostrándonos en su rostro la blancura de la nieve, la pulcritud del nácar, un fino color de loza modelada por las manos del Divino Alfarero. Ha retornado la hermosura limpia y diáfana de la Virgen del Amor.

 Su belleza nítida, esplendente, cristalina,  es el fiel espejo de plata pulida donde se refleja la mejor Semana Santa de Huelva, la de hoy y la de ayer, y al que le repujaron el más digno marco posible el trabajo y la entrega de tantos y tan buenos cofrades (todos sabemos sus nombres) que bruñen ya en la Gloria nuestra mejor Historia.
Asomándonos a su radiante hermosura, mirándonos en ella,  en su rostro donde han renacido las veladuras, los frescores, en los renovados livores de sus mejillas y la esplendorosa nobleza de su frente, el tiempo se desvanecerá y nos volveremos a encontrar, niños otra vez, en la impaciencia de una salida de la cofradía sorteando con justeza el dintel de la puerta del templo; bajaremos por la cuesta de San Cristóbal, desandando años,  reviviendo lo vivido, donde un revuelo de capas verdes paran, templan y mandan en la tarde a veces soleada, a veces inquietante de nubes oscuras, del Lunes Santo onubense.

 Abriremos de par en par los ojos del asombro para contemplar  el perfil barroco de un paso donde la hojarasca se retuerce viendo como el Cristo de las Penas cae por tres veces, alumbrado por la severidad de los cuatro faroles de sus esquinas.

Se agita en la memoria, rizando el aire, el recuerdo de los flecos de unas bambalinas  que se mecen con nervio al compás de la marcha Rocío; reverdece la visión de un  palio,  un cielo verde como el pinar de Montemayor, que se adentra en el bosque de naranjos en flor de la calle Francisco Niño entre el eco de una saeta que canta Dolores Gómez, La Pera, mientras un trasfondo de olor a azahar  inunda toda la Huerta Mena al paso de su Reina del Amor.

Y es que brillan en el recuerdo las esmeraldas en la cintura de la Virgen, y el azogue en las veinticuatro estrellas de la corona de Los Apóstoles,  en el trémolo de las blondas que remataban el tocado de la Virgen, y en el dorado del tisú que entolaba la mantilla que magistralmente  se cruzaba en el pecho (así, sin darse importancia, como si fuera fácil), y se ajustaba a su talle de nardo; y en las puntadas de oro de la saya de Paco y en las lágrimas a punto de correr por las mejillas de Fermín… Ahí están los reflejos que devuelven la renovada hermosura de la Virgen a quienes se pongan ahora delante de Ella.

Y es que María Santísima del Amor, mucho más que la “gracia”, es el “Alma de Huelva bajo palio”, porque entre los pliegues de su manto liso siempre llevó guardado (y ahora guardará bordado) el recuerdo para siempre de una Semana Santa sincera, sin dobleces, donde la humildad siempre fue gala de su hermandad; en la que el trabajo callado, sin competencias con nadie, la hizo crecer y ser valorada y querida por todos. Las Tres Caídas es, un poco, la hermandad de todos.

Ha regresado la belleza; ha retornado la hermosura. Irradiando claridades, desde el altar mayor, ha vuelto a llenar con su Amor todos los rincones del Sagrado Corazón de Jesús, de todo el Polvorín… y de  Huelva toda, que agradecida, para celebrar su regreso, le ha ofrecido  una de sus calles para que lleve su bendito y sagrado nombre, desde ahora y para siempre. Por los siglos de los siglos.

 Huelva es ahora más Huelva. Si ya su nombre campea en el himno de la ciudad, ahora también su nombre quedará grabado sobre la piel de la ciudad, como tatuado en azulejos cerámicos, como se graba por dentro un anillo de compromiso que dijera simple, sencilla y llanamente:

 “HUELVA POR AMOR, A LA VIRGEN DEL AMOR”.