No hacía falta que mirara el calendario para saber
que la primavera estaba entrando en la ciudad por la puerta grande donde
empezaba un camino, su camino. Desde que en el amanecer del Domingo de
Resurrección, en el duermevela arrastrado por el cansancio de la recién
terminada Semana Santa, me despertaba el tamboril y la flauta que acompañaba a
la vaca de Cambra y hasta que el martes después de Pentecostés la hermandad
entraba por el viejo camino de San Juan, todo en Huelva presagiaba El Rocío.
Caballistas (heraldos de la romería) por
la carretera de La Ribera, cohetes anunciando el triduo, el traslado de la
carreta del Simpecado con los lazos de colores (lleva uno negro, este año hay
luto, me decían) y con las flores ya puestas, con los colores de la bandera de
España en ese regio remate de la corona real, tan de Huelva, tan nuestro, desde
la Placeta hasta su parroquia en la Isla Chica.....
Pero la certeza de la inminencia de la romería no
tomaba definitivamente carta de naturaleza en mi calle hasta que Candelaria no empezaba a preparar el
carro a las puertas de casa.
Candelaria era rociera de las de antes, de las de
siempre. Para ella primero era la Virgen, luego la Virgen y después la Virgen.
Jamás la vi vestida de flamenca, o de gitana, como ustedes prefieran, ni falta
que le hacía para que tuviera toda la gracia. Ya mayor, con su marido, y sin
hijos, este matrimonio siempre vivió por y para el Rocío. Pero para el Rocío de
antes, que no presupongo ni mejor ni peor que el de ahora, pero seguro que
distinto, por más auténtico.
Todo empezaba, como digo, con un carro vacío sobre
la amplia acera de la avenida de San Antonio, o incluso en mitad de la
plazoleta del Huerto Paco, a la sombra de los plataneros cada vez más cuajado
de hojas en la plena primavera. Carro al que primero cubrían con unas telas de
sábanas, blancas como la nieve, y al que después se le colocaban los arcos de
flores de papel picado que pacientemente habían estado haciendo en las tardes de camilla y copa de cisco con
olor a alhucemas, del invierno. Luego
las cortinas, con sus flecos de canutos hechos con papel de plata, como
caireles de bambalinas de palio, utilizando de molde el tubo de un bolígrafo.
Y, para concluir, las fotos enmarcadas de la Virgen, dos cornucopias y el
remate sobre el techo de una colosal canasta de flores, y por supuesto el
cartel de "¡Viva la Virgen del Rocío!" y otro con "¡Viva la
Hermandad de Huelva!", a ambos lados .
Ya, casi en la víspera de la partida hacia la aldea,
un olor a roscos fritos que los chiquillos ayudábamos a amasar , a habas
enzapatás, a vino blanco custodiado en garrafas de vidrio verde que conformaban
el costo para la fiesta, inundaba el portal y se colaba por el patio de las
casas, mientras en la radio de cretona sonaban sevillanas bíblicas de los
hermanos Toronjo, o aquellas de " se enamoró mi caballo de una yegua de
Castilla" , de los Hermanos Reyes . Culminados los preparativos, todo se
iba colocando cuidadosamente en el trascón de aquel viejo carro, dispuesto como
un impresionante vergel de flores para presentarse ante la Blanca Paloma el
sábado de romería por la tarde.
La mañana de la salida, muy de madrugada, Candelaria
y Antonio, su marido (que presumía de
haber participado en la construcción del monumento a la Fe Descubridora, en la
Punta del Sebo) como dos chiquillos, nerviosos, salían de casa antes de
amanecer para oír la misa de romeros. Él con sombrero de ala ancha, camisa
blanca y pañuelo al cuello; ella, bata negra con lunaritos blancos y pelo
recogido en un moño y sus inseparables pendientes negros de azabache, como
siempre. Así se despedían de nosotros y subidos en el pescante los veíamos
alejarse con el repiquerteo de los palillos y las panderetas fundidos con los
cascabeles de los mulos del tiro, con cierta pena por los que siempre nos
quedábamos, pero felices al encuentro de la Virgen, en la cascada de flores
temblorosas y brillos plateados de su carro.
Pero recuerdo que lo que más me gustaba era a la
vuelta. Los críos esperábamos impacientes las estampas y medallitas de la
Virgen, las nueces y los piñones que Antonio y Candelaria nos traían, pero
sobre todo, cuando nos sentaba en sus rodillas y con un brillo imposible de
definir nos contaba la romería. Salían por sus ojos las luces de colores de las
antorchas de los rosarios; nos hablaba entusiasmada de la mucha gente que había
habido en la Misa del Real, "este año más que nunca"; de la tarde del
domingo sentada en la vieja ermita; de la gracia de unos bailes, de lo hermoso
de unos cantes. Y de levantarse con las primeras luces del Lunes de Pentecostés
para ver salir a ras de suelo a su verdadera razón de vivir: La Virgen del
Rocío. Todo acababa con el olor seco y ácido del polvo gris del carburo gastado
en alumbrar el carro las noches de camino tirado en el suelo de la calle.
Recuerdos en sepia que parecen reavivar sus colores
en estos días, preludios de su romería, en que la Virgen volverá a mostrarse otra
vez como Patrona por las calles de Almonte, como Pastora de la nostalgia en el
viejo Camino de los Llanos en su viaje de regreso y como Reina de las Marismas
en su aldea.
Sirvan estas líneas como homenaje a aquellos viejos
rocieros que supieron poner los cimientos para universalizar la más hermosa
romería del Mundo en honor de la Virgen, y por haber abierto un camino que
llega desde Huelva hasta Rocío.
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