No ha
cumplido aún los dieciocho y este año, en esta Semana Santa, se iba a estrenar como costalero en el paso de Cristo
de su hermandad. Desde que convenció a sus padres para que lo dejaran, desde el
primer ensayo, desde que sacó la parihuela de ensayo del almacén la primera
vez, no había meta mayor ni ilusión más grande para este muchacho que la de
llevar sobre los hombros a su Cristo el día de salida. Nada superaba ese soñado
objetivo que acariciaba desde pequeño.
Salió
de casa, costal bajo el brazo, y mirando al cielo. La cosa no pintaba bien.
Todo el día estuvo aguantándose pero ahora llovía y el aire húmedo no hacía
presagiar nada bueno. Camino de la iglesia se puso en lo peor y se fue haciendo
a la idea de que el momento que hacía años esperaba, que desde que tiene uso de
razón tanto y tanto deseaba, se le podía escapar de entre las manos y la lluvia
podría dar al traste con el anhelo de su todavía corta vida.
Llegó la hora. Entró con el resto de la
cuadrilla en el templo, gesto serio, severo, como de novillero debutante en
plaza grande. Los pasos ya estaban encendidos y la cofradía formándose. Flotaba
en el ambiente cierto aire de pesimismo, aunque siempre albergaba la esperanza
de que la hermandad, su cofradía desde la cuna, pudiera salir en procesión.
Andaba
el chaval absorto en el rostro de su Cristo cuando anuncian por la megafonía de
la iglesia que el hermano mayor, con cara circunspecta y semblante abatido, se
iba a dirigir a los hermanos que abarrotaban el templo. Y efectivamente, como
era previsible, anuncia que la cofradía no saldría por las adversidades climatológicas
y sus palabras se refrendan con una ovación de apoyo de la mayoría de los
hermanos. Él, el chaval, no aplaudió. Intentar explicar la expresión, mezcla de
decepción y sensación de vacío y tristeza, en el rostro de aquel muchacho sería
tarea imposible.
Poco o
nada le consolaban las palabras de un hermano vestido de túnica, ya veterano y curtido
en mil batallas en su hermandad, que estaba a su lado. De nada sirvió que le
dijera que la junta de gobierno de la hermandad había tomado una sabia
decisión, que para un cofrade de verdad, de los de una pieza, la Semana Santa
no suponía más que un accidente, maravilloso, único, la razón de todo, pero
accidente al fin y al cabo a lo largo del año. Le habló de la belleza de ir una
tarde de Pascua a la iglesia y ver a la Virgen vestida de blanco, de rezarle un
rosario con esa luz tan abierta y tan diferente del mes de mayo. Le recordó los
momentos que le quedaría por vivir durante el año con amigos conviviendo en la
casa de hermandad. Le comentó que reparara en la grandeza de ver a las imágenes
en el altar de cultos entre un cañaveral de cirios, de la emoción venidera de
un nuevo besapié al Señor, de la ternura del besamanos de la Virgen, y de la
satisfacción que se siente viendo y participando en esa interminable fila de
hermanos haciendo protestación de fe el día de la función principal de
instituto de la hermandad, después del quinario. O sencillamente del encuentro
con Él, con el Cristo de su hermandad, hecho eucaristía en las misas de
domingo.
Al viejo
nazareno, sentado al lado del muchacho en un banco de la iglesia, le devolvía
la memoria momentos parecidos al que vivía por vez primera el nuevo costalero.
De tiempos que cuando, llegada la hora, se miraba al cielo: si estaba bueno se
salía y si llovía se quedaba la cofradía en casa. Maldecía los partes
meteorológicos que, o creaba falsas esperanzas intentando negar la evidencia de
la lluvia, o porque se equivocaban, de todas, todas. Recordaba su primera
estación de penitencia con su hermandad;
de los años, pocos, que el tiempo la dejó sin salir, de poner la cruz de guía
en la calle más tarde de su hora, de regresar corriendo dejando las saetas en
la boca de los saeteros, de la cola del manto de su Virgen empapada. Intentó de
nuevo convencer al joven de que esa, aunque dolorosa, había sido la decisión
más adecuada. Niño, le dijo: "¿tú sabes el espectáculo que es ver a tu
Cristo ensopao, corriendo por la calle? El Señor no se merece esto."
Es
verdad que las lágrimas se contienen hasta que alguien te abraza. El viejo
cofrade abrazó al muchacho y el joven dio riendas sueltas a lo que por hacerse
más hombre había reprimido y el llanto venció a su pudor. Después de rezarse la
estación de penitencia que se hizo en el interior del templo, los dos cofrades,
el joven y el viejo, el nuevo costalero y el veterano nazareno, se despidieron.
Antes de irse, un último consejo del vetusto cofrade: "Y chaval, al Señor
nunca hay que pedirle cuentas de nada, ¿eh?"
Salieron ambos de la iglesia camino de casa.
Fuera seguía lloviendo. Por las calles semidesiertas, con el brillo de charol
con que la lluvia cromaba el suelo y cada uno a su manera, los dos iban
haciendo la más amarga penitencia y a los dos la lluvia les mojaba la cara. Al
joven se le confundía con el llanto; al viejo, lo que la lluvia verdaderamente
le mojaba era el alma: "El año que viene, si Dios quiere, si me tiene
aquí....."
En el
altillo del ropero de la casa de cada uno dormirán el costal y la túnica, los
dos con la humedad de la lluvia, y de las lágrimas. Al joven se le secarán
pronto, cuenta las semanas santas hacia adelante; pero las del viejo,
¡ay!,...Las del viejo le van a costar más trabajo.
¿Qué
tendrán las cofradías?¿Qué veneno nos dan las hermandades para que a pesar de
muchas cosas no nos desliguemos de ellas del todo, aún en momentos de
adverdidad? ¿De qué pasta están hechas para que a todos, jóvenes y mayores, nos
haga aflorar sentimientos hacia ellas que si no se es cofrade es imposible de
entender?
La
única explicación estaría en que la celebración de la Semana Santa fuera
patrimonio de la emoción. No tiene más remedio que ser por eso. Seguro que es
por eso.
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