Uno de mis
grandes placeres del verano es poder desayunar, tranquilamente y sin prisas, un
café con calentitos de cualquiera de las excelentes churrerías que tenemos en
Huelva, que ríase usted de las magníficas porras del Maestro Churrero que está
en la plaza de Jacinto Benavente en Madrid.
Y ya, si ese
desayuno se remata con una copita de anís, Onuba, por supuesto, supone la dicha completa. Más de
Huelva, imposible. Tanto que si usted lee la etiqueta del anisado, estará viendo
nuestra propia realidad, la realidad de nuestra ciudad, de nuestra
provincia, la caricatura de lo que
fuimos, la cruda realidad de lo que somos.
Resulta que
este producto tradicionalmente tan nuestro pertenece ahora a una destilería de
Cádiz y está embotellado en Ciudad Real. No me digan que no es una radiografía
actual de nosotros mismos. No me digan que no es un fiel reflejo de, por
ejemplo, la descomposición por necrosis del tejido comercial del centro de
Huelva, es decir, de su lenta agonía, de su muerte, al parecer inevitable.
Este
fenómeno de desnaturalización del centro de las ciudades no es exclusivamente
nuestro, es cierto. Pero en otras cuentan con un patrimonio monumental que hace
que los cascos históricos sigan vivos, aunque se conviertan en parques
temáticos para turistas de mochila, sangría y paella “contrahecha”.
Somos lo que
somos y tenemos lo que tenemos, que de ninguna manera es poco, ni mucho menos.
Pero no es admisible que se tarde menos tiempo en coger un avión desde Faro,
volar a París, hacer una gestión en el edificio Montparnase, al fondo de les
Champs Elisées, según se mira, a la derecha, y volver a Huelva el mismo día que
coger el Alvia a Madrid y tener que esperar al día siguiente para volver, si
antes no te deja tirado en mitad de La Mancha a cuarenta y pico grados, y sin
sombra…
Porque hay
que poner en valor ese increíble mirador de dos kilómetros que es El Conquero,
del que todos presumimos pero donde nunca veo a nadie paseándolo.
Construir
esos solares en pleno centro que llevan años dando aspecto de ciudad
bombardeada en no sé qué guerra mundial, sería un punto.
Es doloroso
alardear de gambas, cigalas, langostinos, bogavantes, cuando la economía de
gran parte de la población solo alcanza a poder rechupetear caracoles en un bar
con azulejos de cuarto de baño en la barra…
No
deberíamos acostumbrarnos a ver cómo instalan enormes grúas en edificios
emblemáticos para su demorada restauración un mes antes de las elecciones y ver
cómo las vuelven a quitar un rato después de cerrarse los colegios electorales.
Bienvenidos sean todos los nuevos museos, aunque al de siempre no vaya nadie.
Algo hay de
suicidio, o al menos de tiro en el pie, consentir, al lado de un edificio
emblemático, la agresión visual de un nuevo comercio con aroma y luminotecnia
propia de Times Square de Nueva York o del Piccadilly Circus londinense; una
cosa catetísima…
O permitir
que el escaso margen del muelle de Levante, el de las canoas, otro increíble
mirador, lo ocupen las mesas de dos bares, como si fuera propiedad privada.
Muelle donde cada vez atracan menos barcos pesqueros desde aquel lejano tiempo
ya de los humillantes para España conciertos de pesca con los países del norte
de África, de “nuestros hermanos magrebíes”, que nos tienen cogido por los
huevos (de choco) con la bendición de la Unión Europea.
¿Alguien
concibe bonito que la placita del alcalde Coto Mora, quizás la más bonita de la
ciudad esté tomada literalmente por mesas y veladores?
No es de
recibo que toda una catedral esté escondida detrás de una plaza llena de
obstáculos, donde ningún niño puede jugar si no quiere acabar en la urgencia
del Juan Ramón Jiménez; plaza que, según declaraciones de un reputado arquitecto,
solo tendría solución volándola y dejándola como antes de su construcción.
Haríamos
bien en volver a reivindicar nuestra vocación americanista, descubridora, la
que propició el avance del mundo e hizo que América figurase en los mapas. Ahora
que las estatuas de Colón ruedan por los suelos de medio mundo. A ver si
cualquier iluminado o iluminada, como en cierto parlamento que yo me sé, no
propone arrinconar a colón en algún almacén municipal, tapado con una lona de
ignorancia y sectarismo.
Asistimos
impasibles a la desaparición de un elemento orográfico tan peculiar, tan
nuestro, como los cabezos, que de tanto peinarlos acabaremos calvos,
disimulando eespués la trágica alopecia con la peluca de mamotréticos bloques
de viviendas.
Y es que en
el fondo, como dice mi dilecto Nacho Molina, es también cuestión de gusto, de
mal gusto, para ser más exacto.
Solo los
tontos encuentran soluciones fáciles a problemas graves. La complejidad
económica es evidente. Pero algo habrá que hacer, solo el turismo no nos puede
salvar, a un virus simplemente me remito. No solo podemos esperar que nos
embotellen las soluciones en Madrid ni que nos compre una destilería en
Sevilla. ¿Se me entiende?
Las
posibilidades de esta bendita tierra son enormes, pero mayor aún es nuestra
indolencia apoyados en la barra de chapa de la desidia y tragándonos a sorbitos
el ponche de la dejadez, masticando trocitos del ancestral ninguneo de las
administraciones, que como el antes moguereño anís Onuba, ahora no depende de
nosotros, sino que nos viene de fuera. Aunque siga estando igual de rico, no me
sabe igual. Estamos condenados a esperar las limosnas del señorito estado.
Es triste
pasear por el centro de Huelva comprobando cómo día a día se va viendo más
locales vacíos, porque como dice la canción “al fin la tristeza es la muerte
lenta de las simples cosas, esas cosas simples que quedan doliendo en el
corazón…” Y ya son demasiadas punzadas en el corazón de una ciudad, que al
menos en lo económico, en lo comercial, agoniza lentamente.
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