“Septiembre es íntimo, familiar,
choquero. ¡La Cinta!”.
(Manuel Siurot)
Navega ahora
la carabela de la memoria por un septiembre que ya se intuyó el tercer domingo
de agosto cuando al amanecer fresco, luminoso
y esperado, los cohetes de Pepe “El Buytrago” avisaba que la Virgen bajaba al
centro de la ciudad.
Visto desde los huertos, el breve y conciso
cortejo que acompañaba a la Cinta se recortaba sobre los primeros azules del
cielo, casi en silencio, sin campanilleros, hasta la estatua de Pedro Gómez,
donde algunos años la esperaba la banda de la Cruz Roja para abrirle marcha,
silencio que se rompía solo con la melodía de los sucesivos avemarías cantadas por
las mujeres que iban, muchas descalzas, detrás del templete; y por los
incesantes “vivas” que daba Paco “El Minero”.
Desde
entonces, el número de devotos que acompaña a la Virgen en esa mañana agosteña
solo ha hecho crecer, hasta convertirse en ese río fervoroso que acompaña a la
Virgen Chiquita en esa mañana tan especial, tan populosamente íntima, tan
nuestra.
A veces, una
mayor o menor asistencia al rosario de la aurora se adivinaba cuando de noche
aún, caminando por El Conquero en busca de la Virgen, considerando las luces de
los coches que venían esa mañana desde Punta Umbría y las playas por el puente
sobre el Odiel, todavía sin iluminación.
La procesión
discurría rápida, casi sin paradas, con
la uniforme celeridad que le daban las ruedas al paso. Tan rápida iba que antes
de la hora de tercias, ya estaba la
Virgen en la Concepción, donde alguien que venía de encendedor, colocaba sobre
el paso los dos candeleros de Angulo que escoltan al crucificado que está a los
pies del Nazareno, y a las diez se oficiaba , se “decía” la primera misa con la
Virgen “en Huelva”.
Cuando ya por la tarde se volvía a abrir la
parroquia, el humildísimo altar de novena aparecía ya montado, con el paso
sobre una alfombra, a un lado del altar, fuera del presbiterio, sin gradas, con
un puñado de candeleros dispuesto desde la tarima del paso hasta el suelo, un
par de jarras con flores…y hasta ahí. Pero que a mí me parecía la perfección.
La novena, sencilla;
pero eran los cultos más participativos
de cuantos se celebraban en Huelva, en una época difícil y de desapego a las
cofradías, y a la Iglesia en general, fruto, quizás, de una mala interpretación
(como ahora se demuestra) del Concilio Vaticano II. Novena que por haber más
mujeres que hombres, “hembreaba”, más que “macheaba”, según decía un punzante,
querido y recordado sacerdote, como tantos hijos de Huelva, fervoroso cintero...
Acabada la
novena, se trasladaba la Virgen a la Merced para la función principal del día
ocho en una procesión con largas filas de mujeres alumbrando a la Virgen
Chiquita con “velas de a libra “, que también me parecía el colmo de la
solemnidad…
Y, como cada
año, al entrar la Virgen en la catedral, la misma bronca del mayordomo a los
que llevaban el paso. Tenía el paso por entonces unas redes que sujetaban los actuales
angelotes de las maniguetas en actitud de pescar, eran unas mayas con pescados de plata, y todos los años, al
llegar a la iglesia, le faltaba alguno… Está claro que algún furtivo pescaba y
no lo devolvía. Tendría (o tendrá) piscifactoría propia, y además, de
“pescaítos” de plata.
El día de la
Natividad de la Virgen amanecía con
evocaciones americanistas en la misa de Guadalupe, con el santuario lleno de fieles en uno de
los cultos más ancestrales que se le rinden (de los pocos) a la pintura mural
de nuestra patrona.
Al mediodía,
en la Merced, la función de reglas con una asistencia mucho menor que a la
novena. Quizás por eso, a la propuesta de la hermandad al primer obispo de la
diócesis de considerar día de precepto para Huelva el ocho de septiembre, la
respuesta literal del prelado fue: “¿Más almas quieren ustedes mandar al
infierno?”…
Con la misma
cadencia, con ese paso “andantino”, ese “allegro ma non tropo” con que bajó por
El Conquero, subía ahora a su santuario por las Colonias. Solía llevar ese día
la Imagen de la Virgen Chiquita la cruz pectoral que le regaló el obispo D.
Pedro Cantero, el corazón del Congreso Mariológico y un sinfín de exvotos,
medallas generalmente, que pendían de cadenas de oro por delante de la imagen y
se recogía con un gran nudo formando una sola que colgaba por la espalda, sobre
la talla de su manto, arrancándoles destellos los focos eléctricos que
iluminaban el paso.
Esas alhajas
se cimbraban cuando las ruedas del paso pisaban alguna irregularidad, algún
bache de la carretera, haciendo también sonar las campanillas del templete.
Perfumaba su paso un par de manojos de nardos entremetidos entre los claves blancos
y el aroma de las flores que en continua y espontánea ofrenda de flores recibía
por todo su itinerario, Belén, Las Colonias, El Ancla,..Y así, hasta su
recogida.
Constituía la banda sonora que acompañaba la
procesión de la Patrona de Huelva el día ocho de septiembre las salves,
avemarías y, andando el tiempo, la plegaria de Joseli Carrión que le cantaba el
coro de Emigrantes a la altura de la parroquia de los Dolores, única ofrenda
musical que recibía la Virgen en su itinerario.
Antes, mucho
antes de que la Virgen llegara, ni en la ermita, ni en el patio, cabía ya un
alfiler. Calor popular y calor de las miles de lamparillas de cerería Bellido que ardían en la nave del evangelio de
la iglesia y cuyo humo ennegrecía la encalada blancura de las paredes de la ermita.
La salve de
los marineros era cantada una y otra vez a la repetición y entonada desde el
altar por Paquito “El Sacristán” esperando a la Virgen.
Vivas y más
vivas.
De la
llegada al humilladero avisaba el
estruendo de los cohetes y los fuegos artificiales que tiraba desde la puerta
de su casa Pepe “Miniño”.
La gente se
impacientaba, la Virgen Chiquita estaba en la cuesta y el gentío que la
acompañaba empezaba a llenar la explanada de la Cruz de los Ángeles expectante
al momento de la llegada.
Sobre las
diez de la noche, por fin llegaba la Virgen. Los “vivas” arreciaban y el paso
se detenía unos metros antes de llegar a la puerta principal, delante del
santuario.
Era entonces
cuando su mayordomo bajaba a la Virgen y se la entregaba al hermano mayor, hasta
que la oronda bondad de D. José Muñoz,
mítico capellán del templo y recordado cintero, paramentado con capa
pluvial, la depositaba en el altar entre el fervor delirante y el repique de
campanas, con solemnidad, unción y reverencia, como si llevara a Cristo hasta
el sagrario en una custodia.
Mientras,
desde el templete vacío ya, el mayordomo lanzaba a la gente los jazmines que traía
la Virgen en el suelo de la peana. Y la mano de una madre que los cogía al
vuelo guardándolos en un pañuelo hasta llegar a casa y ponerlos en un plato al
lado de una estampa de la Virgen que le dieron ayer en la procesión, junto a la
libra de cera.
Puede que por
eso, para mí, el olor de la Cinta sea el de los jazmines, no el del nardo, que
sí asocio a la Virgen Chiquita.
Es el mismo aroma que acompaña a la novena de este año en el santuario, tan atípica, tan extraña, tan íntima, perfumada con el olor a los jazmines que desde los jardines que lo rodean, se cuela en el patio y en la ermita por las ventanas enrejadas del claustro, evocando aquellas noches esperando a la Virgen Chiquita y acompañando a la Virgen de la Cinta en una ensoñación de colores como las luces que adornaban los árboles, eucaliptos y pinos, en torno a la ermita. Porque la Cinta es eso, volver a la niñez, sentir de nuevo la mano de tu madre agarrando la tuya, cerca del paso; o sentado sobre sus rodillas, como el Niño de la Virgen, esperando en el santuario a que llegara.
Porque las
cosas de la Cinta hay que mirarlas con los ojos del tiempo y de las
circunstancias. En la Cinta nada es desde siempre y no sé si algo será para
siempre, salvo su inmensa devoción. La Cinta ha sobrevivido a modas y
costumbres y será más ella cuanto menos se mimetice con otras formas de
devoción, en todos sus aspectos, de cultos, estéticos, de las formas de
expresión y manifestación. Cuanto menos se asemeje a ninguna otra, mejor.
Porque se ha sabido adaptar a las necesidades,
evoluciona, se transforma, permaneciendo fija e inalterable en el corazón de Huelva.
Como ha
permanecido en mi memoria a través del tiempo el evocador y renovador aroma que
perfuma un nuevo septiembre con esta devota, sentida y ancestral novena de
jazmines.
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