Artículo que aparece en el boletín de la hermandad del Nazareno conmemorando el vigésimo aniversario de la estancia del Señor en el templo de Santa María de la Esperanza al clausurarse precipitadamente el edificio de la Iglesia de la Concepción para su restauración.
Los últimos rayos de sol de aquel tercer domingo de cuaresma besaban la frente del Nazareno cuando abandonaba la sucinta morada de su casa de hermandad, convertida ahora en improvisada parroquia. Aquella claridad en retirada, aquel ocaso del día, esa inminente oscuridad en aquellos inciertos momentos del cierre de nuestro templo de la Purísima Concepción, nunca llegaron a ensombrecer ni a empañar el camino de la hermandad del Nazareno, porque la Divina Providencia quiso que el Señor pusiera rumbo a la Esperanza, a la más certera Esperanza.
Los últimos rayos de sol de aquel tercer domingo de cuaresma besaban la frente del Nazareno cuando abandonaba la sucinta morada de su casa de hermandad, convertida ahora en improvisada parroquia. Aquella claridad en retirada, aquel ocaso del día, esa inminente oscuridad en aquellos inciertos momentos del cierre de nuestro templo de la Purísima Concepción, nunca llegaron a ensombrecer ni a empañar el camino de la hermandad del Nazareno, porque la Divina Providencia quiso que el Señor pusiera rumbo a la Esperanza, a la más certera Esperanza.
De aquella
primera singladura buscando puerto seguro en aquel 7 de marzo de 1999, y de
todas las que le siguieron después y durante ocho años, fue testigo el pueblo
de Dios en Huelva que, siempre fiel al Señor, orillaba el camino del Nazareno en
ese dorado atardecer de domingo con ínfulas de amanecer de Viernes Santo.
La larga
estela de luces moradas que iba dejando la Santa Cruz de guía y que antecedía a
Jesús Nazareno ponía luminarias en el cielo de una Plaza Niña, como una playa
serena donde el Nazareno recalaba atraído por la dulzura del canto de unas Hermanas
que encuentran en la Cruz que carga el Señor su verdadera razón de vida y el
motivo de su santidad.
Ya el navío
con 24 remeros que patronea el Señor avista puerto, ya ha virado, altiva la
mesana de su cruz y se adentra en ese
proceloso mar de gentes que se arracima en la calle Padre Andivia, ya le
alumbra la potente luz color miel del faro que sale de las puertas abiertas de
par en par del templo de la hermandad de San Francisco y que emanan de los
ojos, de cristal líquido, luceros ambarinos, de la Virgen de la Esperanza.
La parihuela ha revirado otra vez, izquierda alante,
derecha atrás, y detenido en el dintel del templo, Jesús Nazareno tiene por fin
frente a Él a la Flor de San Francisco.
Pero la
sagrada imagen de la Santísima Virgen no está presidiendo su iglesia desde el
trono de su camarín, el arco que a diario enmarca la belleza de la Reina de San
Francisco estaba vacío, solo, sobre el argénteo trono de su peana, florecían
arracimados una brazada de lirios morados: la Esperanza, Divina Hebrea, había
bajado de su altar y con un intencionado giro en su imagen, sobre la predela
del retablo invitaba al Señor a ocupar su sitio y a presidir desde su camarín
la iglesia de Santa María de la Esperanza, radiante de luz aquella inolvidable
tarde.
Y como si de
un himno propio se tratara, con el coro de la hermandad interpretando “Sube el
Nazareno” entró el Señor triunfalmente en la iglesia entre la emoción hasta las
lágrimas de los que allí nos encontrábamos, emoción provocada por la cascada de
muestras de afecto que desde ese mismo momento dispensó la hermandad de San Francisco a la de la
Madrugada onubense.
A partir de
ese momento, un cúmulo de gestos, de detalles, reales, simbólicos, altruistas,
generosos, cofrades, entrañables, profundos, sinceramente cordiales, se fueron
atesorando.
Las llaves
del templo de la Esperanza en las manos del hermano mayor del Nazareno, las
varas doradas intercambiadas, unos gemelos para el Señor con la Cruz Potenzada;
la medalla de oro de la Esperanza en el pecho del Nazareno, una reliquia del
Señor en el pecho de la Esperanza, una carta de hermandad y la rúbrica de esa
convivencia vitriada al fuego en un azulejo colocado en el antecamarín de la
Esperanza. Y como ilusión compartida, como denominador común en la alegría, ese
tiempo único e irrepetible en torno a la coronación canónica de la Virgen.
Pero con
todo, siendo entrañable, hay un detalle, mínimo en apariencia, pero grande en
realidad. Es una pequeña joya que en muchas ocasiones luce la imagen de Jesús
Nazareno sobre el nudo del cordón de su cíngulo y encima de la Medalla de la
Ciudad. Es un alfiler con un barquito, un velero donde para nosotros, los
hermanos del Nazareno, siempre navega la Esperanza cerca, muy cerca, del
corazón del Señor.
Y es que en
la bodega de ese pequeño navío se acumula todo el agradecimiento de nuestra
hermandad, todo el inmenso cariño recibido, todo ese tiempo conviviendo bajo el
mismo techo, el que nos brindó seguridad y amparo en tiempos difíciles, de
zozobra e inquietud.
En ese barco
navega, sobre mares de esmeralda, la memoria agradecida de un tiempo feliz al
refugio de la Esperanza, un tiempo en que los hermanos de San Francisco
abrieron de par en par las compuertas de un pantalán para que cada cuaresma
recibiera en culto debido el Nazareno y para que cada madrugada saliera de ese
puerto sin escolleras, que es el templo de la hermandad de San Francisco, una
marea de aguas moradas donde cerca, muy cerca del Sagrado Corazón de Jesús
Nazareno va siempre navegando la Esperanza llevado por la corriente que nunca decrece
de nuestra más sincera gratitud. Porque la Cruz del Señor siempre irá anclada
al áncora de la más hermosa y segura de las
Esperanzas, la teologal y la terrenal.
Veinte años
hace ya. Y parece que fue ayer cuando al Nazareno lo alumbró la luz de la
Esperanza. Aunque en realidad, esa luz nunca se apaga y va cobijada en el pecho
del Señor navegando en un barquito de plata.