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sábado, 5 de septiembre de 2020

NOVENA DE JAZMINES

                                                    

Septiembre es íntimo, familiar, choquero. ¡La Cinta!”.

                                                        (Manuel Siurot)

Navega ahora la carabela de la memoria por un septiembre que ya se intuyó el tercer domingo de agosto cuando al amanecer  fresco, luminoso  y esperado,  los cohetes de Pepe  “El Buytrago” avisaba que la Virgen bajaba al centro de la ciudad.

 Visto desde los huertos, el breve y conciso cortejo que acompañaba a la Cinta se recortaba sobre los primeros azules del cielo, casi en silencio, sin campanilleros, hasta la estatua de Pedro Gómez, donde algunos años la esperaba la banda de la Cruz Roja para abrirle marcha, silencio que se rompía solo con la melodía de los sucesivos avemarías cantadas por las mujeres que iban, muchas descalzas, detrás del templete; y por los incesantes “vivas” que daba Paco “El Minero”.

Desde entonces, el número de devotos que acompaña a la Virgen en esa mañana agosteña solo ha hecho crecer, hasta convertirse en ese río fervoroso que acompaña a la Virgen Chiquita en esa mañana tan especial, tan populosamente íntima, tan nuestra.

A veces, una mayor o menor asistencia al rosario de la aurora se adivinaba cuando de noche aún, caminando por El Conquero en busca de la Virgen, considerando las luces de los coches que venían esa mañana desde Punta Umbría y las playas por el puente sobre el Odiel, todavía sin iluminación.

La procesión discurría rápida, casi sin paradas,  con la uniforme celeridad que le daban las ruedas al paso. Tan rápida iba que antes de la hora de tercias,  ya estaba la Virgen en la Concepción, donde alguien que venía de encendedor, colocaba sobre el paso los dos candeleros de Angulo que escoltan al crucificado que está a los pies del Nazareno, y a las diez se oficiaba , se “decía” la primera misa con la Virgen “en Huelva”.

 Cuando ya por la tarde se volvía a abrir la parroquia, el humildísimo altar de novena aparecía ya montado, con el paso sobre una alfombra, a un lado del altar, fuera del presbiterio, sin gradas, con un puñado de candeleros dispuesto desde la tarima del paso hasta el suelo, un par de jarras con flores…y hasta ahí. Pero que a mí me parecía la perfección.

La novena, sencilla;  pero eran los cultos más participativos de cuantos se celebraban en Huelva, en una época difícil y de desapego a las cofradías, y a la Iglesia en general, fruto, quizás, de una mala interpretación (como ahora se demuestra) del Concilio Vaticano II. Novena que por haber más mujeres que hombres, “hembreaba”, más que “macheaba”, según decía un punzante, querido y recordado sacerdote, como tantos hijos de Huelva,  fervoroso cintero...

Acabada la novena, se trasladaba la Virgen a la Merced para la función principal del día ocho en una procesión con largas filas de mujeres alumbrando a la Virgen Chiquita con “velas de a libra “, que también me parecía el colmo de la solemnidad…

Y, como cada año, al entrar la Virgen en la catedral, la misma bronca del mayordomo a los que llevaban el paso. Tenía el paso por entonces  unas redes que sujetaban los actuales angelotes de las maniguetas en actitud de pescar, eran unas mayas  con pescados de plata, y todos los años, al llegar a la iglesia, le faltaba alguno… Está claro que algún furtivo pescaba y no lo devolvía. Tendría (o tendrá) piscifactoría propia, y además, de “pescaítos” de plata.

El día de la  Natividad de la Virgen amanecía con evocaciones americanistas en la misa de Guadalupe,  con el santuario lleno de fieles en uno de los cultos más ancestrales que se le rinden (de los pocos) a la pintura mural de nuestra patrona.

Al mediodía, en la Merced, la función de reglas con una asistencia mucho menor que a la novena. Quizás por eso, a la propuesta de la hermandad al primer obispo de la diócesis de considerar día de precepto para Huelva el ocho de septiembre, la respuesta literal del prelado fue: “¿Más almas quieren ustedes mandar al infierno?”…

Con la misma cadencia, con ese paso “andantino”, ese “allegro ma non tropo” con que bajó por El Conquero, subía ahora a su santuario por las Colonias. Solía llevar ese día la Imagen de la Virgen Chiquita la cruz pectoral que le regaló el obispo D. Pedro Cantero, el corazón del Congreso Mariológico y un sinfín de exvotos, medallas generalmente, que pendían de cadenas de oro por delante de la imagen y se recogía con un gran nudo formando una sola que colgaba por la espalda, sobre la talla de su manto, arrancándoles destellos los focos eléctricos que iluminaban el paso.

Esas alhajas se cimbraban cuando las ruedas del paso pisaban alguna irregularidad, algún bache de la carretera, haciendo también sonar las campanillas del templete.

Perfumaba  su paso un par de manojos de nardos entremetidos entre los claves blancos y el aroma de las flores que en continua y espontánea ofrenda de flores recibía por todo su itinerario, Belén, Las Colonias, El Ancla,..Y así, hasta su recogida.

 Constituía la banda sonora que acompañaba la procesión de la Patrona de Huelva el día ocho de septiembre las salves, avemarías y, andando el tiempo, la plegaria de Joseli Carrión que le cantaba el coro de Emigrantes a la altura de la parroquia de los Dolores, única ofrenda musical que recibía la Virgen en su itinerario.

Antes, mucho antes de que la Virgen llegara, ni en la ermita, ni en el patio, cabía ya un alfiler. Calor popular y calor de las miles de lamparillas de cerería  Bellido que ardían en la nave del evangelio de la iglesia y cuyo humo ennegrecía la encalada blancura de las paredes de la ermita.

La salve de los marineros era cantada una y otra vez a la repetición y entonada desde el altar por Paquito “El Sacristán” esperando a la Virgen.

Vivas y más vivas.

De la llegada al humilladero  avisaba el estruendo de los cohetes y los fuegos artificiales que tiraba desde la puerta de su casa Pepe “Miniño”.

La gente se impacientaba, la Virgen Chiquita estaba en la cuesta y el gentío que la acompañaba empezaba a llenar la explanada de la Cruz de los Ángeles expectante al momento de la llegada.

Sobre las diez de la noche, por fin llegaba la Virgen. Los “vivas” arreciaban y el paso se detenía unos metros antes de llegar a la puerta principal, delante del santuario.

Era entonces cuando su mayordomo bajaba a la Virgen y se la entregaba al hermano mayor, hasta que la oronda bondad de D. José Muñoz,  mítico capellán del templo y recordado cintero, paramentado con capa pluvial, la depositaba en el altar entre el fervor delirante y el repique de campanas, con  solemnidad, unción  y reverencia, como si llevara a Cristo hasta el sagrario en una custodia.

Mientras, desde el templete vacío ya, el mayordomo lanzaba a la gente los jazmines que traía la Virgen en el suelo de la peana. Y la mano de una madre que los cogía al vuelo guardándolos en un pañuelo hasta llegar a casa y ponerlos en un plato al lado de una estampa de la Virgen que le dieron ayer en la procesión, junto a la libra de cera.

Puede que por eso, para mí, el olor de la Cinta sea el de los jazmines, no el del nardo, que sí asocio a la Virgen Chiquita.

Es el mismo aroma que acompaña a la novena de este año  en el santuario, tan atípica, tan extraña, tan íntima, perfumada con el olor a los jazmines que desde los jardines que lo rodean, se cuela en el patio y en la ermita por las ventanas enrejadas del claustro,  evocando aquellas noches esperando a la Virgen Chiquita y acompañando a la Virgen de la Cinta en una ensoñación de colores como las luces que adornaban los árboles, eucaliptos y pinos, en torno a la ermita. Porque la Cinta es eso, volver a la niñez, sentir de nuevo la mano de tu madre agarrando la tuya, cerca del paso; o sentado sobre sus rodillas, como el Niño de la Virgen, esperando en el santuario a que llegara.

Porque las cosas de la Cinta hay que mirarlas con los ojos del tiempo y de las circunstancias. En la Cinta nada es desde siempre y no sé si algo será para siempre, salvo su inmensa devoción. La Cinta ha sobrevivido a modas y costumbres y será más ella cuanto menos se mimetice con otras formas de devoción, en todos sus aspectos, de cultos, estéticos, de las formas de expresión y manifestación. Cuanto menos se asemeje a ninguna otra, mejor.

 Porque se ha sabido adaptar a las necesidades, evoluciona, se transforma, permaneciendo fija e inalterable en el corazón de Huelva.

Como ha permanecido en mi memoria a través del tiempo el evocador y renovador aroma que perfuma un nuevo septiembre con esta devota, sentida y ancestral novena de jazmines.