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domingo, 26 de abril de 2020

MIRAR A LA LEJANÍA



Desde que se decretó la alarma sanitaria parece que vivimos congelados en el tiempo. Cuando llegó el confinamiento, los días que se abrían a la luz se sacudían los últimos fríos. Aún era invierno.

Si todo va bien, cuando empecemos a salir de este túnel será ya álgida primavera, cuando veamos la claridad al final de este negro túnel que no venía señalado en ningún mapa de ninguna ruta, la naturaleza habrá resurgido y los primeros calores envolverán a la vida que se desperezará de este oscuro y malhadado letargo que nos ha robado, no solo la semana más esperada, sino nuestros días más deseados, nuestro tiempo más hermoso.

Esta epidemia traicionera parecía apostada en la trinchera de la venganza para caer sobre nosotros cuando menos lo esperábamos, cuando empezábamos a vivir los esperados días del gozo, partiendo en dos la cuaresma y aniquilando una Semana Santa que quedará escrita con la tiza más agria sobre el mármol de nuestra peor memoria, de la reciente y de la histórica. Y digo con tiza y no esculpido con la esperanza de poder ser borrado. Será necesario olvidar.

Ahora, casi a punto de nacer mayo, este deshielo irá dejando otra vez a la vista, con cierta crueldad, imágenes de la Virgen vestida de hebrea, cuando ya el blanco del tiempo de gloria debería cubrirlas. Nos mostrará algún que otro paso a medio montar en las iglesias, cuando  la plata y los bordados deberían dormir ya su quieto sueño de vitrinas. Y hasta nos mostrará en su altar de cultos alguna imagen del Señor que se quedó, como en una foto fija, en la antesala de su quinario, cuando ya debería estar recibiendo culto en la cotidianidad  diaria de su capilla. Punzará la nostalgia en el corazón reabriendo heridas.

Si es verdad, como parece, que a principios de este mes próximo se irá retornando lenta y progresivamente a una relativa normalidad, habremos  cruzado un puente del que aún no conocemos su verdadera longitud, ni dónde acabará definitivamente, y que parece tendido sobre el abismo en cuyo fondo yacerá para siempre lo que podía haber sido y ya nunca será la Semana Santa del año dos mil veinte.

Y digo que no sabemos dónde acabará este puente porque me da a mí,  sin saber explicar bien por qué, que cuando lo terminemos de cruzar no nos encontraremos la misma forma de celebración que hasta ahora hemos conocido. Sospecho, me da el corazón, que no será igual.

A partir de ahora desconocemos cómo se desarrollarán a medio plazo los besamanos y los besapiés, si podremos acercarnos a nuestras imágenes o contemplarlas de lejos. No sabemos si los cultos serán de libre acceso como siempre o se aforarán los templos. Si se permitirán los ensayos de las cuadrillas de costalero como hasta ahora; o los de las bandas de música . Tampoco si se permitirán las aglomeraciones delante de los pasos o si la carrera oficial se podrá mantener con los mismos esquemas que en la actualidad. Y de la prosaica, pero grave, cuestión económica, mejor ni hablar.

No sabemos hasta cuándo podrá durar esta situación ni lo que se podrá hacer o no el día después. Pero seguro que no será igual que nada será igual. Esto puede dejar señales, cicatrices que tarde bastante en cicatrizar. Ojalá no sea así. 

Pero con todo, la nueva realidad con la que nos podamos encontrar no tiene porqué ser negativa.

Dicen que uno de los aspectos (entre otros muchos) que se ha tenido en cuenta para que se autorice primero la salida a los menores de edad, uno de los beneficios según las autoridades sanitarias, es la de poder ejercitar correctamente el órgano de la vista, poder mirar a la lejanía, puesta en riesgo de atrofiarse al estar confinados en lugares reducidos y no alcanzar la mirada más allá de las cuatro paredes de una habitación, de una vivienda.

Y quizás en esto resida la solución, quizás saber mirar a la lejanía, al futuro, sea también  beneficioso para las cofradías.

Las hermandades han sabido salir airosas, cuando no reforzadas, de las adversidades porque históricamente han sabido reinventarse.

Ahora que el barco está en dique seco sería la oportunidad.  Ahora que esta parada biológica nos obliga, se podría aprovechar para desincrustar del casco las adherencias que muchas veces nos lastran, limpiarlas de  algas y conchenas, del verdín que crece por debajo de la línea de flotación y que no se ve, del sarro que las hacen vulnerables para una buena navegación y facilitan la corrosión.

Con la arena a presión de siglos de experiencia, del sentido común, del respeto a su verdadero espíritu y sin que tenga por qué perderse con este chorreado ni un ápice de su identidad, librándolas de excesos, de desmesuras; de la complacencia del “siempre se hizo así” y del mesianismo del que viene a imponer “arraigadas tradiciones de hace tres año”. Sería tiempo de restaurar la naturalidad. De desprendernos de esas cataratas que nos impiden ver bien en la lejanía.

Podríamos aprovechar y replantearnos muchas cosas, muchos gestos, muchos hechos, que se han ido transmitiendo en el devenir de los años (y de los siglos) sin encontrar nunca el momento propicio de reconducirlos. Cosas que muchas veces mantenemos por inmovilismo, por miedo a perder nuestro patrimonio sentimental, mucho más interiorizado que el material.

Dicen que nada será igual después de que pase la pandemia. Haríamos bien en marcar el dintel de nuestras puertas, como hizo Moisés cuando las Plagas de Egipto, para que la muerte pase de largo por nuestras cofradías.

 Por si fuera poco, la epidemia también nos ha dejado ya sin huellas en la arena camino del Rocío. No sabemos si en julio la nueva belleza de loza antigua de la Virgen del Carmen se mirará en la ría, ni si en agosto las luces de colores en su orilla rememorarán la Gesta Colombina, universalmente onubense; ni tampoco sabemos si por la arteria principal del paseo del Conquero que conduce a su santuario, podrá bajar ese torrente de sangre cintera que alimenta, fortalece y hace latir el corazón de Huelva acompañando a la Virgen Chiquita.

Pero como a grandes males, grandes remedios, sí que se nos brinda un tiempo, una oportunidad de “poner a punto”, de asentar las bases de un tiempo nuevo en el que las cofradías, no me cabe ni la más mínima duda, volverán a ser lo que son e históricamente fueron, como garantes de devoción popular y con su mismo espíritu de servicio. Porque como con la iglesia, de la que formamos parte, “las puertas del infierno no prevalecerán contra ellas”. Ni mucho menos va a poder prevalecer ninguna pandemia, por muy cruel que sea, como la que desgraciadamente estamos padeciendo y que tanto sufrimiento está causando.