La
primavera, chambelán de la Cuaresma, revestida con el ropón de terciopelo azul
intenso del cielo de marzo y con galones dorados de sol nuevo, golpeando por
tres veces con la pértiga de la luz que ya ronda los amaneceres por la calle
Marina, anuncia solemnemente con voz de campanas de fiesta que Su Onubense
Majestad, Jesús Nazareno, descenderá por un día de su altar el primer viernes
de marzo para volver a ponerse a nuestra humana altura. Baja el Señor para
recibir el renovado y fervoroso vasallaje de su pueblo, pagándoselo con el
viejo diezmo de un beso en su pie, solo un beso. De tan solo un beso.
Se
solemniza en este día lo que la devoción de Huelva hace a diario, durante todo
el año, en una audiencia ininterrumpida desde hace siglos en su capilla
convertida en devoto y piadoso salón del trono.
Allí, Señor, al pie de tu altar,a la sombra de
la Santa Cruz en Jerusalem, que parece que estuviera esperando a que te eleves
para crucificarte en ella, volveremos a contemplar a tu sagrada imagen
revestida de poder y de gloria, aunque te nos aparezcas desposeído casi de
todo, humilde y humano, sobre un sencillo escabel y sin la cruz sobre tus
hombros, con las manos que crearon al Mundo atadas, manos de Dios preso y
cautivo. Dará igual cómo te nos presentes, dará igual la túnica que lleves
puesta, porque el hilo de oro no determina ni tu grandeza ni tu poder. Nada
importará si llevas la túnica que te bordó la devoción o una de lana merina,
¿qué más dará?, si tu majestad emana de ti y no del terciopelo que te arropa.
Todo
será como siempre, y allí, ante ti, volveremos a encontrarnos los de siempre. Discurrirá
ante tu sagrada imagen ese río fervoroso que nos arrastra a todos.Porque con tu
cercana presencia, Amor de los Amores, volverá a doblegarse la voluntad del que
te visita a diario y del que solo te visita ese día. Volverás a ver al
muchacho, mochila al hombro o libros bajo el brazo, que antes de entrar en el
instituto recala en la iglesia; o a quienes todas las mañanas, dejando el coche
mal aparcado sobre una acera de la calle Méndez Núñez entra, te saluda, y se
marcha con premura.
Al que
con el mandil recogido se escapa un momento del mostrador y viene a verte. A
quien antes de revestirse con la toga en el juzgado se acerca a rezarte, Señor
de los Señores, porque tú eres también, el Señor de la Justicia y Príncipe de
la Paz. O al que hasta hace poco estuvo entre rejas y comparece anteti, Juez
Supremo, esperando benevolencia empujado por las lágrimas agradecidas de una madre,
que como la tuya, bien sabe de amarguras; porque tú eres la verdadera Libertad.
Hallarás a tus pies seguridad y duda; a los
que te hallan sin buscarte y a los que te buscan sin hallarte.
Verás
entrar, Señor del Tiempo, a las abuelas que mientras cuidan de los hijos de sus
hijos que trabajan, le transmiten la misma devoción que a ellas le
transmitieron sus abuelas No habrá tiempo mejor invertido que ese rato en tu
capilla. El niño, por más tiempo que pase, siempre lo recordará, nunca se le
olvidará la primera vez que besó tu pie y de la mano de quien iba. O verás
entrar al abuelo tirado de la mano por sus nietos.
Al
inmigrante que puesto de rodillas te venera ceremoniosamente, a las mujeres que
cuidan de los mayores y enfermos que en sus dos horas libres entran cuatro
veces a verte, y te rezan con acento extraño, duro, forastero, porque eres
Señor de todos los pueblos, de todas las razas y de todas las naciones.
A los
que durante el año no consienten que estés sin flores frescas en tu altar, que
antes de que se marchite un ramo, ya te han traído otro. A los que encienden
velas en el lampadario de la capilla y que hace que delante de ti nunca se
apague la luz perpetua que alumbra tu devoción y luzca ininterrumpidamente.
A
quienes dejan en las ranuras de tu peana sus ruegos, sus confidencias, su
agradecimiento, escritos en un papel celosamente doblado, como plegarias en ese
muro de las lamentaciones que es el mármol rojo de tu altar. Y hasta volverás a ver allí (ahora sin capa y
sin corona) al Rey Mago que paró su carroza y a la carrera te entregó unos
claveles y un acelerado padrenuestro, porque eres Rey de Reyes y ante ti se
postrarán todos los reyes de la Tierra.
A la
mujer que orillando por un momento su trasiego diario deja su carga con la
comprade la plaza sobre los escalones(“muchacho, échale un vistazo un momentito”),
se acerca, te besa y reanuda sus quehaceres. Y al necesitado que antes de
ponerse en la puerta del templo entra a saludarte, porque bendijiste a los
pobres y lo hiciste herederos del Cielo.
Verás
casi a última hora de la tarde, Señor de tus Madrugadas, a quienes costal bajo
el brazo camino del primer ensayo, sueña ya verte andar con el cadencioso
vaivén de tu paso y también al que querría que no te bajaran nunca del altar.
Se
acercarán, casi invisibles, dos monjas de estameña parda y alpargatas que
desviándose de su camino el tiempo de un Credo besarán tus pies, para que tus
manos atadas, al verlas, no echen de menos la Cruz, emblema de su Compañía.
Luego seguirán con su labor de entrega a los demás.
Al que deja
una limosna, óbolo de amor, en la bandeja sabiendo que se transformará en ayuda
que palie algunas necesidades de los más desfavorecidos; y al mismo tiempo al que racanea en la hucha y se lleva estampas para media
humanidad (es que es para un enfermo, que no ha podido venir).
Presentirás
el agudo sonido de una corneta guardada en una funda que alguien lleva, casi
oculta, y ha hecho un hueco esta tarde morada para poner con sus labios heridos
un beso sonoro (como la otra música del Señor de Huelva) en tus pies, antes de
encaminarse al local de ensayo.
Irán a
estar contigo incluso a quienes no les gusta ni saben de Semana Santa, que no
entienden ni quieren entender de cofradías, pues solo entienden de ti. Pasarán
por allí los que escudriñan el último rincón del altar y otros que no se darán
cuenta ni del color de las flores… Capillitas y capillitones; hartibles y
capitoteros.
Estarán
los que subiendo las escalerillas de tu altar dejan sus huellas y empañan la
mampara que te protege, más que del peligro, de tu propia devoción, que a veces
es como ese abrazo que en vez de reconfortar te hace daño en el jirón de un
trozo de túnica. Porque, como se sabe, también hay amores que matan, y como
dice Sabina, “amores que matan, nunca mueren”.
Comparecerán
infalibles los que dicen ser buenos, el que se cree malo, el rico, el pobre, los
de “cabeza dura”, los de corazón blando, los que buscan en ti un camino seguro
hacia Dios, los que llevan en su frente el sufrimiento de una invisible corona
de espinas pero rosas en los labios para alabarte.
Y casi
al final se echará en falta a aquella mujer que, junto a su marido, una vez que
cerraban su negocio, ya tarde, entrada la noche, clausuraban con lenta
solemnidad el besapié. Ahora viene él solo, porque ella ya está contigo en el
reino de la Esperanza.
Y es que
esta devoción forjada a ras de suelo, se eleva ahora, en los albores de marzo,
hasta los cielos por esa escala santa labrada peldaño a peldaño, beso a beso, viernes
a viernes, porque cada beso en la Tierra es diezmo multiplicado que nos alcanza
la gloria imperecedera de sentirnos amparados a la sombra de tu cruz, en un
reino donde la luz de Huelva proclama que ha llegado la hora de rendir tributo
de amor, gratitud y reverencia a su Onubense Majestad, Jesús Nazareno, con la
dádiva de un beso, de un solo beso. De tan solo un beso.