A José
Antonio de la Casta y Martillo de la Espiga lo de la política le viene de cuna,
de cuna de madera oscura, como de mueble de despacho oficial, con balcones con
cortinas de damasco burdeos y vistas a la Gran Vía, con mesa-bureau tallada y
bandera de España con águila en el escudo, que ocupaba su padre.
José Antonio
de chico estudió en un colegio de pago, religioso, de los que se formaba
militarmente por las mañanas en el patio antes de entrar en clase y se cantaba
el Cara al Sol. Lo contrario que su amigo Francisco García López, que estudió
en un colegio de su barrio, que la única relación que tenía con la religión era
un azulejito de tres losas de la Virgen de la Cinta que había en el patio.
A pesar de proceder
de muy distintos ambientes, familiares y sociales, José Antonio y Paco desde
bien chicos formaban parte de un mismo grupo de amigos, de la misma pandilla,
esa que marca de por vida, la que compartían juegos al salir de clase, los
primeros cigarritos Benson & Hedges , esos del paquete dorado que Paco le
cogía a su padre de los cartones que traía cada turno en un barco desde
Canarias; los que hacían la mona para ver desde el cabezo de la Joya cómo
hacían gimnasia las niñas del Santo Ángel, con camiseta blanca ajustada y holgados puchos azules; la de los
castigos colectivos en clase en la hora de estudio por la carcajada provocada
por la gansada de alguno; la de los primeros acercamiento a las cofradías, la
de películas en los Maristas los domingos por la tarde… La pandilla que iba,
alentados por José Antonio (que tenía no sé qué cargo) a los campamentos de la
O.J.E. , en Mazagón, menos Paquito, porque como cantaba su tocayo Paco Ibáñez en La mala reputación, “la música militar nunca lo supo
levantar”…Hasta que hizo la mili, cosa de la que se libró José Antonio por
intercesión de su padre, D. Augusto de la Casta Vertical ante un amigo íntimo
que tenía en Capitanía General.
Antológica
aquellas Colombinas en la que la pandilla tenía que esperar mirando por la
celosía de la caseta municipal a que José Antonio terminara la cena de gala
para irse juntos a los cacharritos y a la caseta popular a tomar cubatas de
garrafón, cena de gala a la que su padre iba con chaqueta blanca y palomilla y
su señora madre, Doña Rosario Martillo de la Espiga y Barragán, asistía de
traje largo y chal.
Josan, como
le llamaban los amigos, nunca fue buen estudiante. En el instituto del Conquero
donde cursó el bachillerato empezó a apuntar maneras. A pesar de ser más perro
que ángel de la guarda de los Kennedy, siempre salía de delegado de curso.
Sabía pelotear de tal manera al profesorado, que se le caía la baba, sobre todo
a la “profesorada”. Era de los que agitaba por detrás, engatusaba a los más
tontones, y luego se guarecía en la retaguardia. Las bofetadas se las llevaban
los tontos mientras él se partía de la risa oyendo desde fuera, en la puerta del
despacho del director, la bronca que se llevaban los otros.
Tanto y tan
rápido aprendió el papel de líder, que la carrera de Magisterio la aprobó no
estudiando en las aulas, sino hablando de política con los profesores en la
cafetería de la Escuela Normal, que es lo que solían hacer los profesores,
politizar hasta las tablas de multiplicar. Sin embargo, su amigo Paco logró
aprobar su carrera sin que los profesores, al final del curso, le pusieran ni
cara.
La noche del
23 de Febrero, nuestro carismático luchador por la democracia se solidarizó
desde el salón de su chalé con los
compañeros que se fueron a Portugal hasta que pasara el susto, apareciendo
luego con ellos en la foto de portada de
la hoja reivindicativa “Obreros marxistas en lucha”, con su hoz y su martillo,
que hecha en ciclostil en la secretería, corría de mano en mano por la Normal
de Magisterio.
Ya por aquel
entonces Josan dejó de ir a misa de doce y en su lugar se paseaba por la calle
Concepción con El País bajo el brazo. Súbitamente empezó a hablar en un andaluz
tan acusado, tan de eses forzadas, tan cerrado, tan arrastrado, como el de la
ministra Montero. Nombraba a Federico con tal familiaridad que parecía que
hubiera estado con el poeta en Nueva York. Cuando no, recitaba a Alberti, y
decía “gaviooootaa, gavioootaa” mirando a la lejanía poniendo los ojos en
blanco, como si también hubiera sido Marinero en Tierra, y recitaba la Elejía a
Ramón Sijé de Miguel Hernández enfatizando más, dramatizando más y echándole
más ganas todavía que el de Jarcha… Pero tachaba de antiguo a Paquito por leer
a Galdós, Fernán Caballero o, por supuesto, a Pemán.
Fue entonces
cuando José Antonio determinó que los amigos le llamaran Patxi, que sonaba más
combativo, más vasco y mucho más moderno y empezó a tomar referencia en su vida
del Mayo Francés del 68, como si hubiera corrido delante de un gendarme en los
Campos Elíseos de París, esquivando las pelotas de goma y los botes de humo, cuando la única referencia de los sesenta que
le habíamos oído hablar hasta entonces era de que “la Massiel” había ganado el
festival de Eurovisión y de que su padre había estado en una recepción con
Franco cuando vino a inaugurar una fábrica del polo, acontecimiento familiar
que perpetuaron con una foto, más bien grandecita, que presidía el comedor de
la casa.
Coincide
este inesperado, pero perfectamente y milimétricamente estudiado cambio de
Josan, ya reconvertido en Patxi, con la muerte del General Franco, en el tiempo
que el dictador estuvo ingresado en el hospital de La Paz. En esas dos semanas,
lista como el hambre, la familia de Patxi se olió el percal y Doña Rosario
impidió que su esposo D. Augusto asistiera a la misa de difuntos que por el
alma del Invicto Caudillo de la Patria (así nombraban a Franco en casa) se dijo
en las Agustinas. Y guardó bajo siete llaves la foto de D. Augusto con el
Generalísimo en la fábrica del polo.
Y, hete aquí que por aquel entonces Patxi había
hecho ya las prácticas de magisterio en un colegio, con niños de verdad y,
habiendo descubierto la auténtica realidad de lo que es ser maestro, decidió que
a los niños los aguantaran sus padres, tiró la tiza a tomar por culo y su papá
lo colocó, cobrándose unos favores que le debían, en un sindicato vertical, y
de ahí pasó a un despachito en la
delegación de Educación, pero como aspiraba todavía a más, andando el tiempo,
se hizo liberado sindical, se compró una chaqueta de pana, un chaleco de cuello
alto y empezó a llamar “compañero” a todo el mundo y así se perpetuó en la
casta sindicalista, como su propio apellido indica.
Desde
entonces, para vestir al santo, Patxi iba (casi) todas las mañanas a su
despachito oficial, que decía Forges, en el Mini Morris rojo con el techo blanco
que su padre le había regalado cuando cumplió veintiún años. En el cassette
llevaba a Jaques Brel (aunque no sabía Francés), María del Mar Bonet (tampoco
sabía catalán) y Quilapayún, con el Fulgor y muerte de Joaquín Murieta, que escondiendo
los discos de Karina, la había constituido como su música de cabecera, y llevaba
en el capó propaganda de la próxima huelga general de turno.
No había
manifa a la que no fuera, incluida la del Orgullo Gay…las vueltas que da la
vida, con lo que Patxi se metía con los mariquitas en su etapa de estudiante, hasta
hacerles la vida casi imposible; claro que entonces no existía eso del bulling.
Desde
entonces, todo lo que no coincidía con su pensamiento era facha, carca,
involucionista y retrógrado. Se alejó de las cofradías porque eran poco
democráticas y se iba a su casa de la playa cuando llegaba Semana Santa. Una
vez, entrevistado en una televisión local, poniendo pose de Isidoro Moreno, calificaba
a las cofradías como “un movimiento curturá y sosiá der pueblo que refleja
rasgoj antropolóogicoj que se identifica con la selebrasión de la primavera en el
dejpertá de loj sentidoj y se materialisa en un rito inisiático sexuá de la
juventú”…Lo de sexual lo diría por la de
rabos que Patxi ponía en la bulla de algunas recogidas…
Ahora, durante
el confinamiento, que para mejor aislarse lo hizo en su chalé de los Pinos de
Valverde con su compañera, sindicalista liberada también, estuvo ojo avizor en
las redes sociales a la caza y captura de bulos que empañasen la espléndida
gestión que su partido coaligado ha hecho de la pandemia. No pudo por menos que
acordarse de cuando en su juventud también lavaba la imagen de la dictadura ensalzando
sus logros y pegando carteles azules y rojos de Fuerza Nueva hasta su milagrosa
reconversión en demócrata de toda la vida, cuando tuvo la habilidad de cambiarlo
todo para que nada cambiara, para vivir en democracia lo mismo que su padre
vivió en la dictadura: del cuento.
Y como no
hay dos sin tres, su hijo Vladimir de la Casta, guapo chavalote con coleta y
barba de tres días, es ya secretario local de un partido antisistema cuyo
sistema es vivir sistemáticamente del cuento, para memoria de su abuelo
(q.e.p.d.), alegría de su padre y orgullo de su abuela Dña. Rosario, que se ha
teñido el pelo de violeta y ahora se hace llamar Chayo y que imparte cursos en
las asociaciones de vecinos y vecinas bajo el sugerente título de “Sexualidad
en la tercera edad: vagina matriarcal y orgasmo cósmico”, cuyo logotipo es una
vulva (o sea, un papo) con un triángulo morado inscrito en su interior, cursillos,
por supuesto, generosamente subvencionado por el sindicato de la casta.
Y a todo
esto, el pobre de Paco, más quemado que el techo de La Casona y con más tiros
dados que la ventana de un bosnio, sigue trabajando de maestro, aguantando el
chaparrón, y esperando que los sindicatos del ramo trabajen por una vez y
logren una ley que lo jubile dignamente y se dejen ya de tantas tonterías. Eso,
si Dios no se lo lleva antes de un sofocón corrigiendo dictados con tantas
faltas de ortografía, si es que antes ha sido capaz de entender la letra...