Hay que ver lo que les gusta a los políticos, sobre todo si son alcaldes, y cuanto más de pueblo mejor, decretar tres días de luto oficial y poner las banderas a media asta a la primera ocasión que se le presentan, especialmente si se trata de honrar a algún joven de su municipio que murió (con todo el dolor lo digo) en accidente de tráfico cuando volvía de la discoteca con seis más metido en un coche triplicando la tasa de alcoholemia…Pero si estos políticos son diputados en las Cortes, abandonan airados el hemiciclo para no guardar un minuto de silencio por una senadora, al parecer más enemiga política que adversaria, que acaba de fallecer.
Aquí,
o calvo, o con tres pelucas; o de eyaculación precoz, o anorgásmicos
perdidos; o no arrancamos, o nos pasamos de frenada tres o cuatro
paradas, entre ellas la de la decencia, la del más mínimo decoro y
la de la más elemental regla de educación, o de cortesía, que de
nuevo deja entrever cómo aflora otra vez lo peor de lo peor de las
dos Españas, que por perder, está perdiendo hasta la fama de ser la
nación de los grandes entierros. Ya ni eso. Ya hasta le quitamos la
razón al mismísimo Pérez Rubalcaba cuando dijo con socarronería y
acierto que “en España se entierra muy bien”. Pero solo hasta
que ha muerto Rita Barberá.
Nunca me han gustado los
minutos de silencio, ni los lacitos en la solapa, ni las velas ni los
ositos de peluche en el lugar de algún atentado terrorista. No
soporto los aplausos cuando sacan de la iglesia el féretro con los
restos mortales de la última víctima de la violencia de género, de
la violencia machista. Deploro las concentraciones en la puerta de
los ayuntamientos de las “fuerzas sociales” con caras
circunspectas protestando por una violación, acabando con un
aplauso, ¿a quién aplaudirán?, cuando luego los mismos
concentrados se niegan a endurecer las leyes contra los criminales.
Los homenajes me gustan que se den en vida. O al menos, que se
respete la memoria de un difunto. ¿Dónde quedó eso de honrar a los
muertos? Buscamos muertos para honrar por las desgraciadas cunetas de
la historia, pero humillamos a otros.
Abrir el ordenador estos
días y conectarte a Facebook es darte de bruces con la cruda
realidad de una sociedad que da alarmantes síntomas de estar
enferma, muy enferma, de odio, de rencor, de ira desatada. Leer los
comentarios vertidos, mejor dicho, vomitados, sobre la muerte de la
exalcaldesa de Valencia es para que se nos caiga la cara de vergüenza
o que se te ponga amarilla como un emoticono ojiplático al ver la
reacción del personal, de todo tipo de personal, especialmente la de
los jóvenes, la de la que según dicen es la generación más
preparada de la historia de España. Y la más manipulada... Esta es
la cruda realidad de la educación española, a todos los niveles,
estratos y clases sociales.
Pero lo que me ha dejado
absolutamente perplejo, noqueado, con lo que se me ha caído el alma
a los pies, vamos, que literalmente me he quedado con “las patas colgando”, ha sido
leer los comentarios de algunos cofrades, no por lo que puedan tener
de cofrades, sino por lo que se les pudiera suponer de católicos.
Porque a los cofrades se nos debe presuponer otro talante distinto ante
algo tan transcendental como la muerte de un ser humano.
Cuando aún resuenan los
portazos con los que se cerraban las puertas santas de tantos
templos del mundo culminando el Año de la Misericordia, al que tanto
jugo le hemos sacado los cofrades, a esta mujer, a esta política, se
le ha tratado inmisericordemente. Hablamos, opinamos de ella con una
autoridad que pareciera que la conociéramos de toda la vida, desde
“chiquetita”. Algunos pontificaban de su labor como alcaldesa
como si hubieran nacido en la torre de “El Micalet”, como si se
hubieran criado en la albufera de Valencia, entre las cañas y los
barros de la novela de D. Vicente Blasco Ibáñez, convencido
republicano que nunca hubiera denigrado la memoria de ningún
difunto. Seguro.
Sin sentencia legal alguna
que la condenara absolutamente a nada, sí que fue sentenciada y
condenada por los que guiados por el borreguismo de las tertulias
televisivas de sobremesa han dictaminado y pontificado de la vida y
obra de la difunta senadora. Amparados en la masa, sentados delante
del teclado del ordenador, como el que se sienta en las últimas
filas del salón donde se celebra el cabildo general de hermanos de
una cofradía con dos candidaturas para armar bronca e insultar,
saben ya la sentencia que hubiera pronunciado Conde Pumpido. ¿Dónde
está la presunción de inocencia en este país? ¿Dónde, la
misericordia con los difuntos? ¿Dónde quedó rezar por ellos?¿Cómo
es que no somos capaces de guardar ni un minuto de silencio en el
supremo instante en el que una criatura entrega su alma al Creador?
¿Ni eso respetamos ya? Y no se trata de beatificarla, ahora que ha muerto, pero tampoco de satanizar su memoria, ni de ignorar su obra.
Hace años, un compañero
de trabajo de sólida formación académica, liberal en lo político,
sindicalista activo, cristiano de cultura, no de profesión ni de
práctica, tenía (así me lo demostró muchas veces) mucha
admiración por los cofrades, porque decía que, en general,
demostraban tener cierta cultura y una visión especial de la vida
alumbrada por la luz de Cristo. ¿Tanto hemos cambiado en tan poco
tiempo? ¿Tanto nos hemos mimetizado con el entorno, con lo peor de
la sociedad, de la política, que no somos capaces de distinguir lo
que pueda opinar un católico de lo que opine un militante radical,
de izquierdas o de derechas, me da igual? ¿No sabemos separar al
adversario en las ideas del ser humano?
D. Jesús Nieto, mi
profesor de Religión en bachillerato con el que, por cierto, me
llevaba fatal, me enseñó a rezar por los difuntos, fueran quienes
fueran. Me contaba que allí donde había un duelo, aunque no
conociera a nadie, entraba y rezaba por el fallecido. Y yo, después
de tantos años, sigo con esta, al parecer, ya rara costumbre de rezar por nuestros difuntos,y no solo en la misa de reglas de noviembre..
Dijo el cardenal Cañizares
en el funeral, que “ya su alma se habrá encontrado con Dios, que
no juzga como los hombres”…Eso espero y deseo. De lo contrario,
valiente Eternidad nos espera.
Que la Virgen Santísima,
“Mare de Déu dels Desamparats”, le abra las puertas del Paraíso
y allí, el Juez Supremo, Dios Nuestro Señor, la juzgue con
Misericordia , Amor y benevolencia, y no con la mezquindad, el odio y
el rencor con que la juzgamos los hombres en la Tierra, jugando a ser
jueces y jugando a ser Dios. Descanse en paz.