Ni
en sus pies. Ni en sus manos. Ni tan siquiera en la poderosa zancada
que define el inconfundible perfil de su figura, como una sombra
chinesca proyectada sobre la pantalla morada y difusa de incienso en
una madrugada cualquiera de cualquier viernes santo. Ni en las manos
que recibe el beso ininterrumpido de la ciudad desde que amanece el
Domingo de Ramos hasta que agoniza el Martes Santo en la plaza de San
Lorenzo. Ni en el talón de su pie derecho que, al contrario de lo
que sucedía con el de Aquiles, es precisamente el punto más
invulnerable de la devoción de Sevilla, por auténtica, por sincera,
por indestructible. No, ni en sus manos, ni en sus pies: El Imperio,
el Poder y la Gloria de la sagrada imagen de Nuestro Padre Jesús del
Gran Poder reside en su mirada.
Y
es que todos buscamos la ayuda del Gran Poder de Dios en la mirada
del Señor. Otra cosa es que se le pueda aguantar, que se le pueda
sostener la mirada por mucho tiempo, porque como cualquier padre del
mundo, el Gran Poder parece que mira a cada uno de sus hijos según
las circunstancias…y las necesidades de cada uno.
A
veces clemente, misericordiosa, bondadosa; otras, la mirada del Señor
se nos muestra tosca, dura, se torna áspera, y hasta terrible. Pero
nunca esquiva. Hasta pudiera ser que al mirarnos en el azogue
grisáceo de sus ojos, viéramos reflejado con infalible precisión,
como en un espejo de enorme fidelidad, la realidad de nuestra propia
imagen, de nuestra propia existencia, de nuestro propio interior
desnudo, sin maquillajes, sin retoques, reflejada fidedignamente en
ellos.
No
sabría decir si por eso, o por lo que fuera, recuerdo que la primera
vez que vez que me acerqué a la imagen del Gran Poder, a la que el
calificativo de portentosa se le queda chico, no me gustó. No era
“bonito”, no era estéticamente agradable a los ojos de aquel
muchacho que solo la conocía por las postales Escudo de Oro, y
porque entonces las distancias y los tiempos eran el doble hasta que
llegó la (al menos para mí) bendita A-49. Así, encuentro tras
encuentro, comprendí lo que el Gran Poder nos dice a través de su
imagen, descifré ese celestial mensaje que nos ofrece tallado en la
divina madera de su rostro, de sus pies y de sus manos…Y en el de
su inescrutable mirada.
Siempre
he defendido que por encima de cualquier otra consideración y
circunstancia, es la imagen titular la que configura fundamentalmente
el carácter de una hermandad, cuanta más conexión hay entre ambas,
imagen y hermandad, cuanto más respeto hay de la segunda hacia la
primera y más se identifican, más grandiosa es esta última.
Estos
días hemos comprobado que en el caso del Gran Poder, la imagen del
Señor es fiel reflejo de su cofradía. O mejor dicho, justamente al
revés. Porque siempre, y con más insistencia en estos días, me he
preguntado qué es lo que buscamos al acercarnos al
Señor, y la respuesta no ha podido ser más rotunda, más clamorosa
ni más contundente: lo buscamos a ÉL, a su Sagrada Imagen, a su mil
veces demostrado Gran Poder. Sin aditamentos cofrades, sin
distracciones ni diatribas. Buscamos en el Señor, en su inigualable
unción religiosa, la presencia de Dios.
No
vamos a la Basílica de San Lorenzo para sorprendernos con el
virtuosismo de ningún prioste innovador y “valiente” jugando con
lo sagrado. No buscamos alardes de un vestidor retorciendo telas y ni
siquiera la mayoría de las veces lo pretendemos ver revestido de
bordados, aunque la estampa sea insuperable. Nunca esperamos al
apartar el esterón de la puerta encontrarnos con ningún alarde
estético buscando el aplauso fácil del cofrade que ve en esto una
afición de coleccionista. Ni siquiera consideramos la muchedumbre
arracimada en torno a Él una tarde de jueves laborable, o durante su
estancia en la catedral, o en la mañana luminosa del domingo de
regreso a su casa como un mérito especial. Hoy, cualquier dolorosa
de cualquier hermandad con un paso de medio pelo, siempre que lleve
palio y se le toquen marchas flamenquitas, es capaz de llenar la
Avenida. No es ningún mérito.
El
mérito está que cuando se recoge en su templo, el gentío sigue
postrándose ante su Gran Poder, día a día, viernes a viernes, año
tras año, siglo tras siglo.
El
mérito es que el pueblo fiel lo sigue buscando por las calles en
Semana Santa, cuando en sus madrugadas no hay música, ni coreografía
de costaleros, ni llueven pétalos de los balcones, ni niñatos
“cangrejeando” con las manos enrojecidas de tocar las palmas…No
es cuestión de puritanismos, de falsos “postureos” ni de
ortodoxia fingida. Es que al Gran Poder se va a otra cosa. Es otra
Semana Santa, ni mejor, ni peor, pero diametralmente distinta a
todas.
El
mérito es que la estética de su cofradía, que también existe, se
encuentra sometida, cuando no aplastada, por la imponente imagen del
Señor, y por el juicio siempre acertado y prudente de su hermandad,
que sabe perfectamente el tesoro que tiene en sus manos.
El
mérito es la naturalidad con la que su hermandad ofrece a todos, sin
preguntar afiliación ni lugar de nacimiento la inmensidad devocional
del Gran Poder.
Por
eso nada nos distrae. Así, al ponernos en su presencia, es su mirada
la que nos habla, la que sin que pronuncie palabra alguna hace que
sin darnos cuenta en un momento estemos poniendo en sus manos todo
nuestro ser, como si en nuestro interior se desactivara cualquier
mecanismo que nos impidiera guardar silencio, como si se disolviera
cualquier resistencia a hablar con Él. Y la oración fluye. Y la
confidencia aflora a la superficie hasta ahora sumergida en no
sabemos qué aguas, quizás acerbamente amargas.
No
hay mirada más tierna mirando a un niño. No hay herida más abierta
que su mirada clavada en la nuestra cuando nos sabemos culpables, más
que pecadores y no hay mirada más limpia de gratitud en unos ojos
como la que le vi en su rostro esa mañana de domingo, cuando
noviembre se vistió de azul y todo el mundo aclamó en silencio que
Él es el Señor y todo el mundo fue testigo, una vez más, de su
inmenso, humano y divino Gran Poder.
Como
en Belén hace más de veinte siglos, ayer en Sevilla se vivió de
nuevo la Epifanía y el Señor volvió a manifestar a todo el mundo
el Gran Poder de Dios, ese que reside en la mirada del que
habita en San Lorenzo. Os aseguro, os juro que yo lo vi.
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