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lunes, 7 de noviembre de 2016

NI EN SUS PIES NI EN SUS MANOS



Ni en sus pies. Ni en sus manos. Ni tan siquiera en la poderosa zancada que define el inconfundible perfil de su figura, como una sombra chinesca proyectada sobre la pantalla morada y difusa de incienso en una madrugada cualquiera de cualquier viernes santo. Ni en las manos que recibe el beso ininterrumpido de la ciudad desde que amanece el Domingo de Ramos hasta que agoniza el Martes Santo en la plaza de San Lorenzo. Ni en el talón de su pie derecho que, al contrario de lo que sucedía con el de Aquiles, es precisamente el punto más invulnerable de la devoción de Sevilla, por auténtica, por sincera, por indestructible. No, ni en sus manos, ni en sus pies: El Imperio, el Poder y la Gloria de la sagrada imagen de Nuestro Padre Jesús del Gran Poder reside en su mirada.

Y es que todos buscamos la ayuda del Gran Poder de Dios en la mirada del Señor. Otra cosa es que se le pueda aguantar, que se le pueda sostener la mirada por mucho tiempo, porque como cualquier padre del mundo, el Gran Poder parece que mira a cada uno de sus hijos según las circunstancias…y las necesidades de cada uno.

A veces clemente, misericordiosa, bondadosa; otras, la mirada del Señor se nos muestra tosca, dura, se torna áspera, y hasta terrible. Pero nunca esquiva. Hasta pudiera ser que al mirarnos en el azogue grisáceo de sus ojos, viéramos reflejado con infalible precisión, como en un espejo de enorme fidelidad, la realidad de nuestra propia imagen, de nuestra propia existencia, de nuestro propio interior desnudo, sin maquillajes, sin retoques, reflejada fidedignamente en ellos.

No sabría decir si por eso, o por lo que fuera, recuerdo que la primera vez que vez que me acerqué a la imagen del Gran Poder, a la que el calificativo de portentosa se le queda chico, no me gustó. No era “bonito”, no era estéticamente agradable a los ojos de aquel muchacho que solo la conocía por las postales Escudo de Oro, y porque entonces las distancias y los tiempos eran el doble hasta que llegó la (al menos para mí) bendita A-49. Así, encuentro tras encuentro, comprendí lo que el Gran Poder nos dice a través de su imagen, descifré ese celestial mensaje que nos ofrece tallado en la divina madera de su rostro, de sus pies y de sus manos…Y en el de su inescrutable mirada.

Siempre he defendido que por encima de cualquier otra consideración y circunstancia, es la imagen titular la que configura fundamentalmente el carácter de una hermandad, cuanta más conexión hay entre ambas, imagen y hermandad, cuanto más respeto hay de la segunda hacia la primera y más se identifican, más grandiosa es esta última.

Estos días hemos comprobado que en el caso del Gran Poder, la imagen del Señor es fiel reflejo de su cofradía. O mejor dicho, justamente al revés. Porque siempre, y con más insistencia en estos días, me he preguntado qué es lo que buscamos al acercarnos al Señor, y la respuesta no ha podido ser más rotunda, más clamorosa ni más contundente: lo buscamos a ÉL, a su Sagrada Imagen, a su mil veces demostrado Gran Poder. Sin aditamentos cofrades, sin distracciones ni diatribas. Buscamos en el Señor, en su inigualable unción religiosa, la presencia de Dios.

No vamos a la Basílica de San Lorenzo para sorprendernos con el virtuosismo de ningún prioste innovador y “valiente” jugando con lo sagrado. No buscamos alardes de un vestidor retorciendo telas y ni siquiera la mayoría de las veces lo pretendemos ver revestido de bordados, aunque la estampa sea insuperable. Nunca esperamos al apartar el esterón de la puerta encontrarnos con ningún alarde estético buscando el aplauso fácil del cofrade que ve en esto una afición de coleccionista. Ni siquiera consideramos la muchedumbre arracimada en torno a Él una tarde de jueves laborable, o durante su estancia en la catedral, o en la mañana luminosa del domingo de regreso a su casa como un mérito especial. Hoy, cualquier dolorosa de cualquier hermandad con un paso de medio pelo, siempre que lleve palio y se le toquen marchas flamenquitas, es capaz de llenar la Avenida. No es ningún mérito.

El mérito está que cuando se recoge en su templo, el gentío sigue postrándose ante su Gran Poder, día a día, viernes a viernes, año tras año, siglo tras siglo.

El mérito es que el pueblo fiel lo sigue buscando por las calles en Semana Santa, cuando en sus madrugadas no hay música, ni coreografía de costaleros, ni llueven pétalos de los balcones, ni niñatos “cangrejeando” con las manos enrojecidas de tocar las palmas…No es cuestión de puritanismos, de falsos “postureos” ni de ortodoxia fingida. Es que al Gran Poder se va a otra cosa. Es otra Semana Santa, ni mejor, ni peor, pero diametralmente distinta a todas.

El mérito es que la estética de su cofradía, que también existe, se encuentra sometida, cuando no aplastada, por la imponente imagen del Señor, y por el juicio siempre acertado y prudente de su hermandad, que sabe perfectamente el tesoro que tiene en sus manos.

El mérito es la naturalidad con la que su hermandad ofrece a todos, sin preguntar afiliación ni lugar de nacimiento la inmensidad devocional del Gran Poder.

Por eso nada nos distrae. Así, al ponernos en su presencia, es su mirada la que nos habla, la que sin que pronuncie palabra alguna hace que sin darnos cuenta en un momento estemos poniendo en sus manos todo nuestro ser, como si en nuestro interior se desactivara cualquier mecanismo que nos impidiera guardar silencio, como si se disolviera cualquier resistencia a hablar con Él. Y la oración fluye. Y la confidencia aflora a la superficie hasta ahora sumergida en no sabemos qué aguas, quizás acerbamente amargas.

No hay mirada más tierna mirando a un niño. No hay herida más abierta que su mirada clavada en la nuestra cuando nos sabemos culpables, más que pecadores y no hay mirada más limpia de gratitud en unos ojos como la que le vi en su rostro esa mañana de domingo, cuando noviembre se vistió de azul y todo el mundo aclamó en silencio que Él es el Señor y todo el mundo fue testigo, una vez más, de su inmenso, humano y divino Gran Poder.

Como en Belén hace más de veinte siglos, ayer en Sevilla se vivió de nuevo la Epifanía y el Señor volvió a manifestar a todo el mundo el Gran Poder de Dios, ese que reside en la mirada del que habita en San Lorenzo. Os aseguro, os juro que yo lo vi.


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