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domingo, 2 de agosto de 2020

COMO EL ANÍS ONUBA



Uno de mis grandes placeres del verano es poder desayunar, tranquilamente y sin prisas, un café con calentitos de cualquiera de las excelentes churrerías que tenemos en Huelva, que ríase usted de las magníficas porras del Maestro Churrero que está en la plaza de Jacinto Benavente en Madrid.

Y ya, si ese desayuno se remata con una copita de anís, Onuba,  por supuesto, supone la dicha completa. Más de Huelva, imposible. Tanto que si usted lee la etiqueta del anisado, estará viendo nuestra propia realidad, la realidad de nuestra ciudad, de nuestra provincia,  la caricatura de lo que fuimos, la cruda realidad de lo que somos.

Resulta que este producto tradicionalmente tan nuestro pertenece ahora a una destilería de Cádiz y está embotellado en Ciudad Real. No me digan que no es una radiografía actual de nosotros mismos. No me digan que no es un fiel reflejo de, por ejemplo, la descomposición por necrosis del tejido comercial del centro de Huelva, es decir, de su lenta agonía, de su muerte, al parecer inevitable.

Este fenómeno de desnaturalización del centro de las ciudades no es exclusivamente nuestro, es cierto. Pero en otras cuentan con un patrimonio monumental que hace que los cascos históricos sigan vivos, aunque se conviertan en parques temáticos para turistas de mochila, sangría y paella “contrahecha”.

Somos lo que somos y tenemos lo que tenemos, que de ninguna manera es poco, ni mucho menos. Pero no es admisible que se tarde menos tiempo en coger un avión desde Faro, volar a París, hacer una gestión en el edificio Montparnase, al fondo de les Champs Elisées, según se mira, a la derecha, y volver a Huelva el mismo día que coger el Alvia a Madrid y tener que esperar al día siguiente para volver, si antes no te deja tirado en mitad de La Mancha a cuarenta y pico grados, y sin sombra…

Porque hay que poner en valor ese increíble mirador de dos kilómetros que es El Conquero, del que todos presumimos pero donde nunca veo a nadie paseándolo.
Construir esos solares en pleno centro que llevan años dando aspecto de ciudad bombardeada en no sé qué guerra mundial, sería un punto.

Es doloroso alardear de gambas, cigalas, langostinos, bogavantes, cuando la economía de gran parte de la población solo alcanza a poder rechupetear caracoles en un bar con azulejos de cuarto de baño en la barra…

No deberíamos acostumbrarnos a ver cómo instalan enormes grúas en edificios emblemáticos para su demorada restauración un mes antes de las elecciones y ver cómo las vuelven a quitar un rato después de cerrarse los colegios electorales. Bienvenidos sean todos los nuevos museos, aunque al de siempre no vaya nadie.

Algo hay de suicidio, o al menos de tiro en el pie, consentir, al lado de un edificio emblemático, la agresión visual de un nuevo comercio con aroma y luminotecnia propia de Times Square de Nueva York o del Piccadilly Circus londinense; una cosa catetísima…

O permitir que el escaso margen del muelle de Levante, el de las canoas, otro increíble mirador, lo ocupen las mesas de dos bares, como si fuera propiedad privada. Muelle donde cada vez atracan menos barcos pesqueros desde aquel lejano tiempo ya de los humillantes para España conciertos de pesca con los países del norte de África, de “nuestros hermanos magrebíes”, que nos tienen cogido por los huevos (de choco) con la bendición de la Unión Europea.

¿Alguien concibe bonito que la placita del alcalde Coto Mora, quizás la más bonita de la ciudad esté tomada literalmente por mesas y veladores?

No es de recibo que toda una catedral esté escondida detrás de una plaza llena de obstáculos, donde ningún niño puede jugar si no quiere acabar en la urgencia del Juan Ramón Jiménez; plaza que, según declaraciones de un reputado arquitecto, solo tendría solución volándola y dejándola como antes de su construcción.

Haríamos bien en volver a reivindicar nuestra vocación americanista, descubridora, la que propició el avance del mundo e hizo que América figurase en los mapas. Ahora que las estatuas de Colón ruedan por los suelos de medio mundo. A ver si cualquier iluminado o iluminada, como en cierto parlamento que yo me sé, no propone arrinconar a colón en algún almacén municipal, tapado con una lona de ignorancia y sectarismo.

Asistimos impasibles a la desaparición de un elemento orográfico tan peculiar, tan nuestro, como los cabezos, que de tanto peinarlos acabaremos calvos, disimulando eespués la trágica alopecia con la peluca de mamotréticos bloques de viviendas.
Y es que en el fondo, como dice mi dilecto Nacho Molina, es también cuestión de gusto, de mal gusto, para ser más exacto.

Solo los tontos encuentran soluciones fáciles a problemas graves. La complejidad económica es evidente. Pero algo habrá que hacer, solo el turismo no nos puede salvar, a un virus simplemente me remito. No solo podemos esperar que nos embotellen las soluciones en Madrid ni que nos compre una destilería en Sevilla. ¿Se me entiende?

Las posibilidades de esta bendita tierra son enormes, pero mayor aún es nuestra indolencia apoyados en la barra de chapa de la desidia y tragándonos a sorbitos el ponche de la dejadez, masticando trocitos del ancestral ninguneo de las administraciones, que como el antes moguereño anís Onuba, ahora no depende de nosotros, sino que nos viene de fuera. Aunque siga estando igual de rico, no me sabe igual. Estamos condenados a esperar las limosnas del señorito estado.

Es triste pasear por el centro de Huelva comprobando cómo día a día se va viendo más locales vacíos, porque como dice la canción “al fin la tristeza es la muerte lenta de las simples cosas, esas cosas simples que quedan doliendo en el corazón…” Y ya son demasiadas punzadas en el corazón de una ciudad, que al menos en lo económico, en lo comercial, agoniza lentamente.

Y no se te ocurra denunciar ni criticar nada, que entonces es que tú no quieres a Huelva. Lo de siempre, qué dolor de tierra mía…

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