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jueves, 11 de abril de 2013

LLUVIA EN LA CARA, LLUVIA EN EL ALMA


No ha cumplido aún los dieciocho y este año, en esta Semana Santa, se iba a  estrenar como costalero en el paso de Cristo de su hermandad. Desde que convenció a sus padres para que lo dejaran, desde el primer ensayo, desde que sacó la parihuela de ensayo del almacén la primera vez, no había meta mayor ni ilusión más grande para este muchacho que la de llevar sobre los hombros a su Cristo el día de salida. Nada superaba ese soñado objetivo que acariciaba desde pequeño.

Salió de casa, costal bajo el brazo, y mirando al cielo. La cosa no pintaba bien. Todo el día estuvo aguantándose pero ahora llovía y el aire húmedo no hacía presagiar nada bueno. Camino de la iglesia se puso en lo peor y se fue haciendo a la idea de que el momento que hacía años esperaba, que desde que tiene uso de razón tanto y tanto deseaba, se le podía escapar de entre las manos y la lluvia podría dar al traste con el anhelo de su todavía corta vida.

 Llegó la hora. Entró con el resto de la cuadrilla en el templo, gesto serio, severo, como de novillero debutante en plaza grande. Los pasos ya estaban encendidos y la cofradía formándose. Flotaba en el ambiente cierto aire de pesimismo, aunque siempre albergaba la esperanza de que la hermandad, su cofradía desde la cuna, pudiera salir en procesión.

Andaba el chaval absorto en el rostro de su Cristo cuando anuncian por la megafonía de la iglesia que el hermano mayor, con cara circunspecta y semblante abatido, se iba a dirigir a los hermanos que abarrotaban el templo. Y efectivamente, como era previsible, anuncia que la cofradía no saldría por las adversidades climatológicas y sus palabras se refrendan con una ovación de apoyo de la mayoría de los hermanos. Él, el chaval, no aplaudió. Intentar explicar la expresión, mezcla de decepción y sensación de vacío y tristeza, en el rostro de aquel muchacho sería tarea imposible.

Poco o nada le consolaban las palabras de un hermano vestido de túnica, ya veterano y curtido en mil batallas en su hermandad, que estaba a su lado. De nada sirvió que le dijera que la junta de gobierno de la hermandad había tomado una sabia decisión, que para un cofrade de verdad, de los de una pieza, la Semana Santa no suponía más que un accidente, maravilloso, único, la razón de todo, pero accidente al fin y al cabo a lo largo del año. Le habló de la belleza de ir una tarde de Pascua a la iglesia y ver a la Virgen vestida de blanco, de rezarle un rosario con esa luz tan abierta y tan diferente del mes de mayo. Le recordó los momentos que le quedaría por vivir durante el año con amigos conviviendo en la casa de hermandad. Le comentó que reparara en la grandeza de ver a las imágenes en el altar de cultos entre un cañaveral de cirios, de la emoción venidera de un nuevo besapié al Señor, de la ternura del besamanos de la Virgen, y de la satisfacción que se siente viendo y participando en esa interminable fila de hermanos haciendo protestación de fe el día de la función principal de instituto de la hermandad, después del quinario. O sencillamente del encuentro con Él, con el Cristo de su hermandad, hecho eucaristía en las misas de domingo.

Al viejo nazareno, sentado al lado del muchacho en un banco de la iglesia, le devolvía la memoria momentos parecidos al que vivía por vez primera el nuevo costalero. De tiempos que cuando, llegada la hora, se miraba al cielo: si estaba bueno se salía y si llovía se quedaba la cofradía en casa. Maldecía los partes meteorológicos que, o creaba falsas esperanzas intentando negar la evidencia de la lluvia, o porque se equivocaban, de todas, todas. Recordaba su primera estación de penitencia con  su hermandad; de los años, pocos, que el tiempo la dejó sin salir, de poner la cruz de guía en la calle más tarde de su hora, de regresar corriendo dejando las saetas en la boca de los saeteros, de la cola del manto de su Virgen empapada. Intentó de nuevo convencer al joven de que esa, aunque dolorosa, había sido la decisión más adecuada. Niño, le dijo: "¿tú sabes el espectáculo que es ver a tu Cristo ensopao, corriendo por la calle? El Señor no se merece esto."

Es verdad que las lágrimas se contienen hasta que alguien te abraza. El viejo cofrade abrazó al muchacho y el joven dio riendas sueltas a lo que por hacerse más hombre había reprimido y el llanto venció a su pudor. Después de rezarse la estación de penitencia que se hizo en el interior del templo, los dos cofrades, el joven y el viejo, el nuevo costalero y el veterano nazareno, se despidieron. Antes de irse, un último consejo del vetusto cofrade: "Y chaval, al Señor nunca hay que pedirle cuentas de nada, ¿eh?"

 Salieron ambos de la iglesia camino de casa. Fuera seguía lloviendo. Por las calles semidesiertas, con el brillo de charol con que la lluvia cromaba el suelo y cada uno a su manera, los dos iban haciendo la más amarga penitencia y a los dos la lluvia les mojaba la cara. Al joven se le confundía con el llanto; al viejo, lo que la lluvia verdaderamente le mojaba era el alma: "El año que viene, si Dios quiere, si me tiene aquí....."

En el altillo del ropero de la casa de cada uno dormirán el costal y la túnica, los dos con la humedad de la lluvia, y de las lágrimas. Al joven se le secarán pronto, cuenta las semanas santas hacia adelante; pero las del viejo, ¡ay!,...Las del viejo le van a costar más trabajo.

¿Qué tendrán las cofradías?¿Qué veneno nos dan las hermandades para que a pesar de muchas cosas no nos desliguemos de ellas del todo, aún en momentos de adverdidad? ¿De qué pasta están hechas para que a todos, jóvenes y mayores, nos haga aflorar sentimientos hacia ellas que si no se es cofrade es imposible de entender?

La única explicación estaría en que la celebración de la Semana Santa fuera patrimonio de la emoción. No tiene más remedio que ser por eso. Seguro que es por eso.

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