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jueves, 18 de abril de 2013

PRELUDIANDO EL ROCÍO


No hacía falta que mirara el calendario para saber que la primavera estaba entrando en la ciudad por la puerta grande donde empezaba un camino, su camino. Desde que en el amanecer del Domingo de Resurrección, en el duermevela arrastrado por el cansancio de la recién terminada Semana Santa, me despertaba el tamboril y la flauta que acompañaba a la vaca de Cambra y hasta que el martes después de Pentecostés la hermandad entraba por el viejo camino de San Juan, todo en Huelva presagiaba El Rocío. Caballistas  (heraldos de la romería) por la carretera de La Ribera, cohetes anunciando el triduo, el traslado de la carreta del Simpecado con los lazos de colores (lleva uno negro, este año hay luto, me decían) y con las flores ya puestas, con los colores de la bandera de España en ese regio remate de la corona real, tan de Huelva, tan nuestro, desde la Placeta hasta su parroquia en la Isla Chica.....

Pero la certeza de la inminencia de la romería no tomaba definitivamente carta de naturaleza en mi calle  hasta que Candelaria no empezaba a preparar el carro a las puertas de casa.

Candelaria era rociera de las de antes, de las de siempre. Para ella primero era la Virgen, luego la Virgen y después la Virgen. Jamás la vi vestida de flamenca, o de gitana, como ustedes prefieran, ni falta que le hacía para que tuviera toda la gracia. Ya mayor, con su marido, y sin hijos, este matrimonio siempre vivió por y para el Rocío. Pero para el Rocío de antes, que no presupongo ni mejor ni peor que el de ahora, pero seguro que distinto, por más auténtico.

Todo empezaba, como digo, con un carro vacío sobre la amplia acera de la avenida de San Antonio, o incluso en mitad de la plazoleta del Huerto Paco, a la sombra de los plataneros cada vez más cuajado de hojas en la plena primavera. Carro al que primero cubrían con unas telas de sábanas, blancas como la nieve, y al que después se le colocaban los arcos de flores de papel picado que pacientemente habían estado haciendo  en las tardes de camilla y copa de cisco con olor  a alhucemas, del invierno. Luego las cortinas, con sus flecos de canutos hechos con papel de plata, como caireles de bambalinas de palio, utilizando de molde el tubo de un bolígrafo. Y, para concluir, las fotos enmarcadas de la Virgen, dos cornucopias y el remate sobre el techo de una colosal canasta de flores, y por supuesto el cartel de "¡Viva la Virgen del Rocío!" y otro con "¡Viva la Hermandad de Huelva!", a ambos lados .

Ya, casi en la víspera de la partida hacia la aldea, un olor a roscos fritos que los chiquillos ayudábamos a amasar , a habas enzapatás, a vino blanco custodiado en garrafas de vidrio verde que conformaban el costo para la fiesta, inundaba el portal y se colaba por el patio de las casas, mientras en la radio de cretona sonaban sevillanas bíblicas de los hermanos Toronjo, o aquellas de " se enamoró mi caballo de una yegua de Castilla" , de los Hermanos Reyes . Culminados los preparativos, todo se iba colocando cuidadosamente en el trascón de aquel viejo carro, dispuesto como un impresionante vergel de flores para presentarse ante la Blanca Paloma el sábado de romería por la tarde.

La mañana de la salida, muy de madrugada, Candelaria y Antonio, su marido  (que presumía de haber participado en la construcción del monumento a la Fe Descubridora, en la Punta del Sebo) como dos chiquillos, nerviosos, salían de casa antes de amanecer para oír la misa de romeros. Él con sombrero de ala ancha, camisa blanca y pañuelo al cuello; ella, bata negra con lunaritos blancos y pelo recogido en un moño y sus inseparables pendientes negros de azabache, como siempre. Así se despedían de nosotros y subidos en el pescante los veíamos alejarse con el repiquerteo de los palillos y las panderetas fundidos con los cascabeles de los mulos del tiro, con cierta pena por los que siempre nos quedábamos, pero felices al encuentro de la Virgen, en la cascada de flores temblorosas y brillos plateados de su carro.

Pero recuerdo que lo que más me gustaba era a la vuelta. Los críos esperábamos impacientes las estampas y medallitas de la Virgen, las nueces y los piñones que Antonio y Candelaria nos traían, pero sobre todo, cuando nos sentaba en sus rodillas y con un brillo imposible de definir nos contaba la romería. Salían por sus ojos las luces de colores de las antorchas de los rosarios; nos hablaba entusiasmada de la mucha gente que había habido en la Misa del Real, "este año más que nunca"; de la tarde del domingo sentada en la vieja ermita; de la gracia de unos bailes, de lo hermoso de unos cantes. Y de levantarse con las primeras luces del Lunes de Pentecostés para ver salir a ras de suelo a su verdadera razón de vivir: La Virgen del Rocío. Todo acababa con el olor seco y ácido del polvo gris del carburo gastado en alumbrar el carro las noches de camino tirado en el suelo de la calle.

Recuerdos en sepia que parecen reavivar sus colores en estos días, preludios de su romería, en que la Virgen volverá a mostrarse otra vez como Patrona por las calles de Almonte, como Pastora de la nostalgia en el viejo Camino de los Llanos en su viaje de regreso y como Reina de las Marismas en su aldea.

Sirvan estas líneas como homenaje a aquellos viejos rocieros que supieron poner los cimientos para universalizar la más hermosa romería del Mundo en honor de la Virgen, y por haber abierto un camino que llega desde Huelva hasta Rocío.



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