En
estas tardes del incipiente mayo, El Rocío, tras su aparente calma
de calles medio transitadas, de casas de hermandad cerradas, de
sosegada inquietud, parece un inmenso pebetero esperando para arder
que se le arrime el mechero de yesca del primer son de un tamborilero
o la chispa del primer cohete, hasta alcanzar la plenitud de su fuego
en un nuevo Pentecostés. La laguna, llena, crecida con las últimas
lluvias lame casi las arenas de la aldea, en una orilla verde de
cañaverales y juncos. El sol, como de oro líquido, azulea y
perfila en el cielo una espadaña de campanas mudas y encala con miel
diluída en el aire la fachada de la ermita.
Dentro,
lo mismo que fuera las golondrinas van y vienen de sus nidos de barro
asidos a los resquicios de las paredes blancas del santuario, hay un
inquieto ir y venir de peregrinos alrededor de la reja del altar
mayor.
Al
lado, en la capilla del sagrario, un resplandor celeste y plata, como
copiado de los lucios de agua de la cercana laguna, entrando por la
Puerta de la Marisma se refleja en el repujado del tabernáculo donde
Dios vive y se reserva.
En
un rincón del templo, como un cofre sin tesoro, como un trono sin
reina, en el paso de la Virgen aún amarillea la plata del paso
cubierta todavía por el velo que el polvo, la arena y el tiempo le
han prestado desde la última romería, y que pronto brillará, como
un ascua de luna en su minuciosa orfebrería cuando su Dueña sea
entronizada de nuevo en él.
Hasta
dentro del sagrado recinto llega, matizado con aroma salobre, el olor
de la cera que arde en la cercana capilla de las ofrendas, donde se
derriten hecha luz las promesas cumplidas al calor de las llamas de
la fe en la Virgen.
La
misa va a empezar. Todo se aquieta, todo se remansa. Desde cualquier
banco del templo todas las miradas de los fieles, todos los ojos, los
del cuerpo y los del alma, confluyen en Ella. Hasta el inmenso
portento del retablo parece que se diluye y más resplandece la
grandiosidad de la sagrada imagen de la Virgen del Rocío.
Parece
ahora en la mística triangulación de su figura aquel triángulo que
albergaba el Ojo de Dios y que ilustraba las preciosistas estampas de
los viejos libros de catecismo. Pero renovada y actual. En el centro
de la imagen, en el centro de todo, como el Ojo de Dios, El Divino
Pastorcito, con ráfaga, sin corona, parece ceder la realeza absoluta
a su Bendita Madre que lo sostiene y nos lo ofrece entre sus benditas
manos, surtidores de joyas; divinas manos “en la que siempre
estamos, en las que siempre estaremos”.
Pero
es en lo que alberga el óvalo divino de un rostrillo, en lo que
enmarca el sol bordado que perfila su rostro donde encontramos y
reside la verdadera, la auténtica, más grande y más poderosa razón
del Rocío: la inconmensurable, la indefinible belleza de la Reina de
las Marismas.
Porque
habrá, porque hay inumerables, miles de reproducciones de la
Santísima Virgen del Rocío, en imágenes, fotografías, pinturas
donde es perfectamente susceptible poder idealizarla..Pero ninguna
alcanzará jamás, ni en ninguna encontraremos la perfecta belleza
que nos muestra al ponernos delante de Ella. No hay mirada, ni
semblante, ni porte tan singular ni más personal. Es la perfección
iconográfica; es la belleza tallada y casi hecha carne.
Si
el Niño Dios que Ella sostiene en sus manos es el “ojo que todo lo
ve”, la Virgen es la que parece estar siempre escuchando, “lo
mismo que el pocito, siempre manando”, que decía en sus sevillanas
Muñoz y Pavón. Esa expresión de atenta escucha, de comprensión,
de receptora de las plegarias, de ofrecer su sonrisa al suplicado
perdón, casi de complicidad, a pesar de su imponente majestad, de su
aparente sagrada altivez; ese mirar sin mirarnos, ese dulcísimo
gesto que aunque parezca que mira hacia el suelo es en realidad a
nosotros, a cada uno de nosotros, en verdad a quienes mira, es la
que la hace única...Y es su portentosa belleza la que lo justifica
todo.
Porque
a los que no somos rocieros, y no podamos entender los sacrificios en
los caminos, las inclemencias, las incomodidades, los que no sabemos
de ese “orgullo por siempre invencío del que tó lo deja pa vení
al Rocío”, mirándola encontramos explicación.
Porque
los que no sabemos lo que es la Raya Real, ni Cabezudos; los que
nunca bebimos agua en el pozo de Lopa, ni cruzamos el puente del
Anjolí; los que nunca hemos atravesado en barcaza el Guadalquivir
por Bonanza; los que nunca dormimos en los carros, ni cantamos en las
noches del camino al calor de una hoguera, ni oímos la misas del
alba, ni marcamos nuestros botos en las arenas, los que no sabemos lo
que es cantar la Salve al pasar el Quema, ni en la Charca; los que
nunca hicimos el camino lo comprendemos todo al mirar a la Virgen del
Rocío.
El
Rocío es la Virgen, y mucho, muchísimo más. Pero por encima de
todo, la Virgen, una fiesta religiosa con perfiles únicos,
vivencias, ancestros, ritos y casi ninguna regla. Pero la sola
contemplación de la Sagrada Imagen de la Patrona de Almonte basta,
sobra y justifica la unirvesalidad de esta romería, y lo que es
mejor aún: la desbordada, creciente y sempiterna devoción a la
Santísima Virgen del Rocío.
Ayer
estuve allí y lo pude comprobar con mis propios ojos.
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