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domingo, 12 de marzo de 2017

SILENCIOS PARA EL DESENCANTO



Sebastián, aunque hombre ya de edad avanzada, todavía tiene pulso suficiente como para coger el apagavelas con una sola mano y ahogar la llama del último cirio que quedaba encendido en el soberbio altar de cultos que este año ha montado su hermandad, su tan querida hermandad.

 En la casi absoluta oscuridad del templo los cirios parecen formar ahora un sombrío cañaveral, lo que hasta hace un momento era un inmenso bosque de luz alumbrando a los sagrados titulares, alzados, elevados como una custodia de devoción en el altar mayor desde donde presiden la iglesia estos días tan señalados en el calendario de la cofradía, como cada nueva Cuaresma.

Es la noche del último día del quinario. Mañana será la función y parece que todos tuvieran prisa, mucha prisa; porque en un momento el templo se ha quedado vacío. Todos se han ido. Todos menos Sebastián. Hasta el cura y el sacristán se han despedido  y se han marchado con la tranquilidad de que él velará por la iglesia como si fuera su propia vida, con la tranquilidad de que antes de marcharse y cerrar definitivamente la iglesia, el viejo prioste revisará hasta el último rincón para que todo esté en orden, para que cuando mañana temprano se vuelva a abrir el templo, todo esté en su sitio y en perfecto estado de revista; y sabedores de que cerrará con siete vueltas de llave lo que para él es su verdadera casa,  donde ha vivido y vive más tiempo  incluso que en su propio hogar, cosa que siempre le ha recriminado Cinta, su mujer y madre de sus hijos, que hace tiempo que tiró la toalla y se dio por vencida en la incruenta guerra que mantuvo con la condición cofrade de su marido.

Y es que todos tienen en él confianza absoluta, que por otra parte ha sabido ganarse a lo largo de una vida de honradez y entrega a su hermandad y a su parroquia siempre que lo han dejado.

Ahora ya, a puerta cerrada, en la sagrada estancia reina la calma solo rota por el bullir de la gente que pasa por la calle y cuyo sonido se filtra por los gruesos muros del vetusto templo, como un sordo rumor de vida, ajeno, vago, lejano... Tan solo clarea el espacio la luz descolorida, tímida, que entra tamizada, como con sordina, por las vidrieras, aportando a la escena una sucinta y difusa claridad, amarillenta, imprecisa, casi onírica, irreal...

Flota en el aire un ambiente tan espeso de incienso, tan denso de oraciones recientes, que parece que se pudiera amasar con las manos.

 Sebastián ha dejado con cuidado la caña con el apagavelas en un rincón del altar mayor, se ha bajado del presbiterio y se ha sentado en el primer banco, a solas, sin prisas, como siempre, haciendo gala de esa costumbre tan suya de llegar el primero y marcharse el último, como si esperara para marcharse a que se diluyera el humo que todavía desprenden los pabilos, aún calientes, en la candelería de plata, intuyendo entre las sombras la silueta inconfundible de su Cristo, “mi Cristo”, como él le dice, con el posesivo por delante, ahora que a ninguna advocación le precede el sagrado nombre de Cristo, ahora que a todos los cristos se le llama señores.

Y ahora, en este perfumado y nítidamente oscuro reino de silencios que permite ver mejor las cosas importantes, en la serena paz de la iglesia cerrada, solitaria y medio en penumbras, es cuando los silencios de Sebastián se hacen más evidentes y más le pesan, cuando las preguntas sin respuestas vuelven una y otra vez a su memoria, atronando su mente, preguntas viejas que nunca encontraron respuestas porque siempre prefirió callar a crear malestar. Y se cuestiona tantas cosas, que “si tanta entrega habrá valido para algo”, “si habrá merecido la pena haber tenido que dejar en la cuneta alguna otrora querida amistad a causa de la hermandad”, “si debería haberle dicho algo a aquellos hermanos que se llevaron toda la tarde del quinario riéndose y mirando para detrás y criticando el altar de cultos”, “si debería haber mandado a tomar por culo a tiempo (cosa que por educación no hizo) a la señora de un hermano que nunca jamás hizo nada, ni por supuesto se gastó nunca nada (ni ella ni su marido) en la hermandad, y con modos de duquesa ofendida lo puso a parir a voz en grito y delante de todos porque no le gustó la estampa que se repartió aquella vez en el quinario”, “que si debió haber reconvenido a aquel sacerdote que ninguneó a su hermandad, doliéndole como una puñalada en las entrañas, y que se tragó sin rechistar por la reverencia que siempre le tuvo al sagrado ministerio del sacerdocio, a su Santa Madre la Iglesia”, “que si debería haberse hecho valer más en tantas ocasiones y no lo hizo”; “que debería haberle puesto la cara colorada a más de un hermano mayor bajo cuyo mandato se entregó en cuerpo y alma y luego en un determinado momento en el que deberían haberlo apoyado lo traicionaron” , de arrepentirse de mirar para otro lado cuando se daban codazos entre ellos cuando lo veían venir; de las risitas a sottovoce, esa crítica tan corrosiva, tan cofrade “por lo bajini”, cuando no la difamación en alguna taberna entre chatos de vino peleón unas veces y otras en copas de balón, que de todo ha habido; y hasta cuando lo acusaron de deslealtad, cuando ésta precisamente, la lealtad, fue siempre su divisa, porque más aún que leatad, lo que Sebastián tenía con muchos era auténtica ceguera, hasta que se le cayó la venda . ¡Ay, si él hablara y contara…! Justamente los pocos enemigos que tiene (¿qué sería de un hombre sin enemigos?) se los granjeó al recriminar a unos hermanos ciertos comportamientos, porque ya se sabe que si corriges a un sabio lo harás más sabio; pero si corriges a un necio, lo harás tu enemigo. Y así fue.

Por eso Sebastián calla, paciente, hermético, tantas veces introvertido, distante, más que prudente. Curiosamente acaba de leer el libro del Cardenal Robert Sarah y quiere hacerle caso  a Su Eminencia cuando afirma que “la verdadera revolución viene del silencio”, esa revolución conciliadora que tiene pendiente, desde hace años, su hermandad; y porque en el libro se dice también que “el ruido genera el desconcierto del hombre” prefiere (siempre prefirió) morderse la lengua y no enfangar lo más querido para él, como era, como es su hermandad. Prefiere callarse y que lo tengan por tonto, por más razón que llevara.

Y es que a Sebastián, ya en el declive de su vida, de vuelta de casi todo, tener que defender lo obvio en su cofradía, en la Semana Santa, le conduce a la frustración. Y presiente que cada vez está para menos, y mucho menos para eso. Y que para lo que le queda en el convento...pues eso.

 Porque para él es obvio que la cuaresma en vez de ser una ruidosa sucesión de actos culturales y pseudo religiosos, una frenética maratón de cuarenta días besando manos, oyendo marchas, mirando (no asistiendo) altares de quinario, clasificando en retorcidos escalafones la labor de cualquier cofradía, aventando debates vacíos en Internet, escrutando estrenos, cortando trajes a los priostes… debería ser un tiempo de convivencia entre hermanos en la espera, intramuros del corazón, dejando el ruido fuera de la iglesia y de la casa hermandad. Sagrado silencio en la expectativa de los días santos.

Porque para él la obviedad sigue consistiendo, por ejemplo, en ver a las imágenes de la virgen muy bien, bien, o correctamente vestidas, no disfrazadas; porque cree que los jóvenes, sin que ni siquiera formansen grupos, sin que les haga falta formar juntitas de gobierno, deben atender primero a las labores internas de la hermandad, aprendiendo poco a poco, conociendo, reconociendo ese o esos hechos diferenciales que hacen a su hermandad única, diferente a las demás, forjándose en el repeto a la identidad propia y no solo yendo a las representaciones, jugando a ser adultos y empezando a cometer los mismos errores, que hoy se aprende antes a coger las varas (joías varas) que a coger la bayeta.

Porque para él, la grandeza de una cofradía no se mide ni por la duración de una revirá (antes vuelta), ni por la de un solo de corneta, ni por la intensidad de una interminable petalá, porque la medida, la proporcionalidad, siguen siendo valores perfectamente aplicables a la Semana Santa; porque piensa que la desmesura y la saturación nos llevará a la decadencia, y cuando recuerda los años sesenta le recorre un indeseable escalofrío por la espalda. 


Porque a Sebastián le parece un contradiós los ensayos llenos de gente mirando y los quinarios vacíos; se lo llevan los demonios cuando ve a los cofrades de la propia hermandad vestidos de chaqueta alrededor de los pasos con la medalla puesta sin ninguna misión encomendada y haciendo nada…bueno, sí: estorbar; cuando el estreno de una marcha ocupa más espacio en los informativos cofrades que la referencia a un quinario, o a un besapié, por más masivo que sea y porque cada vez que abre el peroódico teme el hachazo de una nueva mentira publicada contra su hermandad.Y le sigue repateando la gente que asiste a los actos religiosos en la calle comiendo pipas desaforadamente y vestidas estilo Coronel Tapioca…

Y tiene que soportar que lo tilden de reaccionario y viejuno por pensar que actualmente en las cofradías Dios no está ni se le espera. Solo hay que echar un vistazo a algunos procesos electorales.

Cada día que pasa está más convencido de que hoy en las cofradías se habla un idioma absolutamente distinto al que él aprendió y cada vez más a menudo le atenaza la idea de dejarlo todo porque piensa que una retirada a tiempo es un victoria, o una esperanza de renovación, aunaue le suponga una enorme amargura... Pero hay que ir pensando, más pronto que tarde, en el "adiós a las armas". 

Pero cuando cree haber tomado definitivamente la decisión, cuando está seguro que sería lo mejor para él y para su hermandad, mira a la Virgen, difuminada, desdibujada sobre el telón de terciopelo del altar de quinario, la voluntad le falta. Sabe que mañana, cuando amanezca, volverá a la iglesia, su iglesia, con la misma ilusión que se acercaba cuando era niño para continuar con esta historia de amor. Nunca supo decirle que no, ni a Ella, ni a su hermandad

Con ese pensamiento, Sebastián se incorpora del banco con agilidad, inclina la rodilla reverenciando al sagrario, que refulge en la semipenumbra como un ascua de plata roja reflejando la luz de la lamparilla que avisa de la Real Presencia de Jesús Sacramentado, sale por la puerta de la sacristía, cierra y se va.

En la calle, un aroma de azahares nuevos lo inunda todo, señal inequívoca de que la Semana Santa está a la vuelta de la esquina, la misma esquina por donde se pierde Sebastián camino de su casa, siempre en silencio, con una mueca de sonrisa socarrona en sus labios porque acaba de ver en su imaginación, como un fogonazo, cómo va ser el altar que montará el año que viene a su Cristo, y que desde esta misma noche empezará a tomar forma en su imaginación, prolífica, inagotable, incansable.

Y es que Sebastián, incombustible a  pesar de todo, hasta de sus silencios, sabe que permanecerá junto a su sagrada imagen hasta que Él y Ella así lo quieran, o hasta que ingrese como hermano de número en la hermandad de La Parca, en la Antiquísima Cofradía de la Guadaña,  y la Canina requiera de sus servicios.... O algún hermano mayor reencoroso, paladeando la venganza, lo mande a su casa de una vez, cosa que Cinta, la mujer de Sebastián, agradecería en el alma.   

2 comentarios:

  1. Me va a perdonar que le diga dos cosas don Manuel. La primera que no me gusta eso del desencanto. Es una palabra que no me gusta, denota odio, enviar. Y en esto de las cofradías, aunque se esté hasta el gorro de modas y de ciertos personalismos que pululan por entre las miserias de las hermandades -y que ha retratado ve. Mmy bien, por cierto- a la hora de la verdad, de mandarlo todo a paseo o, como es mi caso, marchar a la retaguardia, siempre te acercas por tu parroquia y sientes que los que van encima de los que realmente importante aquí, que son los que van arriba de los pasos, nunca alrededor, te llaman para darte tu pequeña y cariñosa reprimenda para que no te marches del todo por mucho que te hayan hecho, dicho, rumoreado y acusado a tus espaldas.

    La segunda cosa que me tiene que perdonar es mi atrevimiento, porque a pesar de la diferencia generacional, me siento identificado con el Sebastián de su Historia.

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  2. PD. Con permiso lo comparto en mi nuevo Twitter cofrade @NazarenoPerdon

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