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domingo, 16 de junio de 2019

DOÑA CARMEN


Dicen que se viaja no para escapar de la vida, sino para que la vida no se nos escape; que solo viajando te das cuenta de que no importa cuánto sepas, porque siempre hay más que aprender; o que viajar es la mejor manera  de perderse y de encontrarse a uno mismo. Y esto es justo lo que me ha pasado en uno de esos escasos viajes que uno se puede permitir, que me he vuelto a encontrar conmigo mismo, pero llevado de la mano de quien me dio a conocer el Mundo a través de sus viajes, con quien fuera mi maestra durante más de diez años. Hoy me he vuelto a encontrar en la memoria con Doña Carmen.

 Y aquí estoy, a diez mil pies de altura, en el avión que me lleva de regreso  a casa empezando a darle forma a este artículo.

Es curioso como después de más de cincuenta años, la admiración, el respeto y el agradecimiento hacia mi maestra, lejos de disminuir, ha ido siempre en aumento. Doña Carmen era inteligente, severa pero amable; rigurosa, pero flexible; ordenada y seria en el trabajo, de pensamiento  liberal, adelantada a su tiempo. Físicamente era alta, atractiva (o a mí me lo parecía), rubia, y fumadora empedernida. Pero por encima de todo, maestra vocacional, porque sin vocación, el magisterio es muy difícil, si no imposible.

Económicamente solvente, casada y sin carga de hijos, su verdadera pasión, después de la enseñanza, era viajar. Cada mes de septiembre, en los primeros días del nuevo curso, infaliblemente nos hablaba del viaje que había realizado durante las vacaciones de verano. Y aquellos chiquillos asistíamos embobados a la mejor lección de geografía, historia, y ciencias sociales que pudiéramos tener, infinitamente superior a la de los libros. Doña Carmen nos hablaba de Europa, del nivel de vida de algunos países, de sus costumbres. Nos describía los grandes centros comerciales de las capitales europeas en esa ya lejana década de los sesenta cuando aquí se empezaban a ver los primeros supermercados; de los trenes de alta velocidad en Francia, cuando ir en autobús de Huelva a Sevilla nos llevaba más de dos horas, parando en Manzanilla a tomar café. Nos refería al nivel de vida de Suiza; de los cines de Londres, de lo difícil que le era conducir por la izquierda; de los teatros de Viena; de los glaciares noruegos; del día polar en los veranos de Finlandia; de la belleza de las calles, iglesias y monumentos de Roma y de haber visto cruzar la Plaza de San Pedro del Vaticano a un papa en silla gestatoria. Ejemplarizaba el trabajo de los alemanes para reconstruir toda una nación destruida en una guerra de infausta memoria.

Cuando acabamos la educación primaria, ya en la década de los setenta,  e ingresamos en el bachillerato, después de salir del instituto volvíamos al colegio que nos servía de academia. Allí coincidíamos con los alumnos de PREU, en lo que hoy se llamaría una unitaria (aula donde coincidíamos juntos alumnos de diferentes cursos y edades) y la oíamos hablar de cómo sería el futuro de España cuando muriera el general Franco. Profetizó el paso de un régimen autoritario a una democracia plena de la mano del Rey Juan Carlos. Les hablaba a los preuniversitarios del ingreso de España en la Comunidad Económica Europea y de la apertura de España al Mundo. Y hasta llegó a vaticinar la devolución de Gibraltar…en esto falló estrepitosamente. A ver si ahora con lo del Brexit… 

Mi maestra era católica, practicante, pero sin beatería, el Nacional-Catolicismo siempre se quedó fuera de clase, en el pequeño patio de recreo, donde un retablo de azulejos con la Virgen de la Cinta vigilaba nuestros juegos, algún balonazo se llevaron los farolitos que la alumbraban…. Se rezaba el Padrenuestro, el Avemaría y el Gloria al entrar en clase y, al salir por la tarde, indefectiblemente,  el Bendita sea tu pureza. Pero jamás vi un sacerdote en mi colegio.

Todas las tardes de los viernes, a continuación del dictado diario (eso sí que era sagrado), hacíamos trabajos manuales y después Historia Sagrada, que nos explicaba doña Carmen como cuentos fantásticos. Sin embargo, para prepararnos para la primera comunión, permanecíamos en el colegio una hora más, fuera del horario lectivo estudiando el catecismo Ripalda, que empezaba con una pregunta, ¿Quién es Dios?, y que respondíamos a coro y en un rehilete. Ahora los libros de religión son infumables y los niños hacen la comunión sin saber ni la mitad que nuestra generación, pero ese es otro tema.
Amaba la pintura. Las clases de dibujo, para ella eran irrenunciables, por muy torpes que fuéramos, siempre nos alentaba a amar el arte.

Nunca le oímos consigna política alguna, jamás cantamos ninguna canción afín a ningún régimen, nunca formamos militarmente, si acaso una fila irregular a la hora de entrar. Y, adelantada a su tiempo (apasionada del fútbol), siempre vio en el ejercicio físico una asignatura fundamental (ahí aprendí yo más bien poco, la verdad)…

Por eso, cuando se quiere pintar de gris, o de azul Mahón, la educación de aquella época, pintándola plana, militarizada, aleccionada en la dictadura, no me reconozco. Porque tuve la suerte de educarme bajo la tutela de una gran mujer, culta, cosmopolita, abierta, exigente y noble. Porque la educación que me dispensó no la he olvidado y  porque al cabo de los años volví a reencontrarme conmigo mismo y con mi vieja y querida maestra en el reflejo del agua en los canales de una ciudad bellísima de la que tanto me hablaba y que a cada paso me ha tendido puentes que me llevaron al recuerdo agradecido en el respeto a Doña Carmen, mi maestra, amante a ultranza de su profesión y enamorada de Venecia.

Valgan estas palabras de agradecimiento y de recuerdo a su memoria  y como tantas veces decía citando a Jardiel Poncela: “Viajar es imprescindible y la sed de viajar, un síntoma de inteligencia”, a lo que yo añado “Qué pena no tener más dinero”.

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