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jueves, 15 de diciembre de 2011

LE DICEN LA MADRE Y MAESTRA

Son de las hermandades, y sobre todo de las cofradías, sin cuya existencia difícilmente se podría entender la Semana Santa, ni la de Sevilla ni la de fuera de Sevilla. La Primitiva hermandad de los nazarenos de Sevilla, la del Silencio, ha ejercido y ejerce una innegable, y yo diría que impagable influencia en la Semana Santa de casi toda España. No creo exagerar. Muchas de las formas, de los ritos, de los gestos que tenemos por nuestros, conscientes, o inconscientemente, los hemos adoptado de ella. Son muchos los siglos aportando a la celebración pasional, adelantándose en casi todo, sirviendo de espejo donde mirarse en muchos aspectos.

Su estilo, sus enseres, la grandeza de sus altares de culto, la solemnidad en las celebraciones litúrgicas, han sido y son reiteradamente tomadas por modelo. Mucho tiene de admirable esta Archicofradía.

Pero de todo este inmenso patrimonio, material e inmaterial, me quedo con ese patrimonio intangible, imposible de inventariar ni por el más escrupuloso mayordomo: el del saber hacer, eso que no se recoge en ningún artículo de sus Santas Reglas, pero que saben cumplir a la perfección y en cada momento. Y no me estoy refiriendo a la rígida compostura de sus ejemplares estaciones de penitencia, todo lo contrario, hablo de la naturalidad con la que hacen todo. No sé. Será cuestión de costumbre y del saber acumulado durante siglos.

Cualquier hermandad que tuviera ni la mitad de lo que ésta tiene se vanagloriaría, y con razón, de poseer un tesoro; ellos levantan cada año una catedral bizantina para la Virgen de la Concepción como la cosa más natural del mundo. Cada nueva Semana Santa, cada Madrugada, con el filo plateado de la Espada del Voto cortan el espacio por donde se le cuela  a Sevilla sus mejores momentos y de los que ellos son heraldos, como si nada.

Rara vez la prensa, ni la morada ni la otra, se hace eco de sus virtudes, que no son pocas. Raramente veremos a ningún miembro destacado de sus juntas de gobierno en los medios de comunicación diciendo vaciedades como tantos otros. Pasan por el tiempo real sin desvirtuar el tiempo perenne de la hermandad más antigua, sin aspavientos, sin rígidas imposturas, sin falsas muecas, como cómplices tácitos que saben lo que su cofradía requiere en cada momento. Son capaces de consagrar tópicos y pulverizar cánones. Elevan a la categoría de arte el silencio que imponen a su paso en las calles, o el perfume envolvente de unas jarras con azahares y al mismo tiempo hacer añicos el supuesto de que un palio de cofradía seria tiene que ser de cajón, y los simpecados de terciopelo, mostrando a la más hermosa dolorosa del siglo XX bajo un colosal baldaquino de plata y a una inmaculada en simpecado de mallas.

Así, si el mutismo más absoluto es el mejor blasón que honra cada Viernes Santo a la Santa Cruz de Jerusalem, en cuanto mayo se adueña del compás de la Real Iglesia de San Antonio Abad, un delirio de geranios, mantones celestes y música de sevillanas rendirán culto a esa misma Cruz, ahora en vez de madera, de forja. Nada ni nadie les impone las formas ni el estilo. Solo ellos, con la naturalidad y la autoridad que les otorga el mantenerse fieles a la línea de su historia, ajenos a oscilaciones innecesarias sin ser inmovilistas, aceptando los cambios lógicos solo cuando el tiempo los ha madurado, con total naturalidad.

Y es especialmente en la solemnidad sin tiempo de sus cultos donde se manifiesta toda la profunda hondura de su mejor carisma, elevando a la categoría de excepcional lo que en ellos es habitual. Si en muchas convocatorias de cofradías usamos el término de solemne, ¿qué habría entonces que poner en la de la Archicofradía de Jesús Nazareno, en la del Silencio de Sevilla?

Quizás por eso les profeso una rendida admiración, aún sin haberlos visto nunca cruzar la Madrugada, sin que desde la orilla de ninguna acera haya podido ser testigo de la estela de luces emparejadas milimétricamente que deja a su paso el Dulcísimo Jesús Nazareno y que va precediendo el resplandor nacarado de la Virgen de la Concepción, sin ser hermano de esta primitiva hermandad, si acaso pariente lejano al pertenecer a una de sus más antiguas agregadas, de las más del centenar de agregadas (que no filiales) que posee la hermandad repartidas por toda España que llevan el “Gloria Nazarenorum” y el peculiar sello de sus cinco cruces como bandera.

Le dicen la Madre y Maestra. Algo tendrá el agua cuando la bendicen.  Por algo será, digo yo.

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