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jueves, 14 de febrero de 2013

CUANDO LA VIRGEN SE VISTE DE HEBREA


Pocas cosas anuncian con tanta certeza la inminencia de la Semana Santa como entrar en un templo y encontrar a una imagen de la Virgen vestida de hebrea. Ni los amaneceres que se adelantan, ni las tardes que se alargan, ni la luz creciente de estos días, esa luz que ya percibimos distinta y que activa algo en nuestro interior que hace que sin que necesitemos mirar al calendario intuyamos que el tiempo prometido está cerca, o tal vez que ya haya llegado, pues pocas cosas hay tan nuestra como la de gozar de las vísperas tanto como los propios días de pasión; ni siquiera el azahar, aún lejano, pero latente ya en el diminuto emperlado del nuevo verdor de los naranjos que va cuajando su blanco pregón de aromas, ni siquiera eso. Nada como la imagen de una dolorosa vestida con los colores de su atuendo de mujer hebrea para pregonar lo evidente.

Y es que parece que haya algo atávico en esta estampa que se repite en nuestras cofradías así que entre en nuestras vidas una nueva Cuaresma. Porque la Virgen así vestida, desposeída de alhajas, sin bordados, sin corona, parece indicarnos el camino que debiéramos seguir en este tiempo que nos devuelve a la infancia perdida, cuando empezábamos a albergar nuestro sueño cofrade, a ese tiempo feliz lejos de disquisiciones huecas donde nuestra esperanza se materializaba  en el mismo momento que entraba una parihuela vacía en la iglesia y veíamos cómo día a día iba tomando forma lo que para nosotros era la perfección. Y todo entonces empezaba a tener sentido. En la sencillez de una Virgen de hebrea está la simpleza de aquellas  semanas  santas limpias de polémicas gratuitas, de desencuentros, de las cofradías por sí y para sí, sin que fueran utilizadas como campos de batalla para dirimir no sé qué intereses, cofrades o particulares.

Así, desposeídos de casi todo, con la simpleza de una Virgen vestida de hebrea deberíamos adentrarnos en la Cuaresma, con la elegancia de la sencillez, mirando hacia nuestro interior, como la Virgen mira a la corona de espinas que sostiene entre sus manos, dejando fuera todo lo que no fuera amor a las cofradías, a la Iglesia, en este tiempo de perfiles morados.

No contemos hacia atrás el tiempo que queda para alcanzar los días del gozo; saboreemos los días, uno a uno, que nos acerquen a la Semana Mayor como si subiéramos por una escala santa que nos lleve a la gloria de una cofradía en la calle a pleno sol, o adueñándose de nosotros en noches de incienso y estrellas. Guardemos ese elocuente silencio que provoca la contemplación de una imagen alzada en su altar de cultos. Atesoremos en nuestro interior el repeluco viejo de besos nuevos en el pie de una imagen de Cristo. Reprimamos la emoción en una larga fila que proclama la Fe en una función principal de reglas. Todo para que música, lágrima y movimiento irrumpa con nuevos bríos y nos suene mejor cuando llegue a nuestras calles un nuevo Domingo de Ramos. Que nada ni nadie nos arrebate este santo gozo de vivir en cofrade la Santa Cuaresma como preparación a la Pasión y Muerte de Cristo, cuya conmemoración, a nuestro modo, es lo que le da sentido a la celebración.

 En este tiempo  bullicioso de cultos, conciertos, ensayos,  busquemos los silencios de la Cuaresma, enfoquemos adecuadamente su verdadera imagen y no tengamos prisa por que lleguen los días del gozo ,vivamos este dichoso presente mientras la Virgen siga vestida de hebrea. 

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