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viernes, 6 de junio de 2014

LA CIUDAD ATURDIDA



Ocurre en determinados días, en momentos puntuales del calendario. Sucede cuando acaba alguna celebración donde la ciudad ha vibrado en ella y con ella, cuando se ha vaciado de emociones y al poco la invade una especie de dulce melancolía, al tiempo que el recuerdo de lo vivido va buscando sitio, más que en la memoria, para siempre en el corazón.

 Ocurre cuando a mediodía del tercer domingo de agosto se recoge la Virgen de la Cinta después de su traslado; o el Domingo de Resurrección, caliente de cera derretida en la memoria la recién pasada Semana Santa. Y ocurre infaliblemente cada último jueves de Pascua de Resurrección cuando sale la Hermandad de Huelva camino de El Rocío.

En cuanto la carreta traspasa la frontera de hierro del Muelle del Tinto, y la trasera verde del simpecado donde campea el nombre de Huelva y la fecha en la que la ciudad selló su amor con la Virgen se va perdiendo entre los eucaliptos de Francisco Montenegro, la ciudad queda como ensimismada, absorta en ella misma y en lo que acaba de ver y de sentir; inmóvil, adormecida, confusa, varada en su misma orilla....

Como el niño que rompe a llorar y parece que nunca va a recobrar la respiración; aturdida después de presenciar esa eclosión de luz, color y sonido que es la despedida de la hermandad del Rocío. Los pétalos de rosa que cayeron sobre el carretón, y que ahora forman remolinos en el suelo a las puertas del ayuntamiento, parecen  papelillos que Huelva tirara sobre el albero dorado de la Plaza de Toros de la Merced, para saber por dónde le va a venir el aire antes de abrirse de capa para parar, templar y mandar el toro de esta tarde que se le viene encima mansa y remisa, para discernir cómo ponerla en suerte. Tarde hueca en la que los latidos del corazón de la ciudad van ralentizándose conforme se va alejando el sístoles del tamboril y la diástoles de la flauta cuando ya va la hermandad Punta del Sebo adelante.

Recostada en su memoria, a la hora de la siesta, los lazos de la carreta siguen dibujando rizos de raso, y que ahora se le enredan en la garganta anudando la tristeza de los que se quedan aquí y que quisieran caminar tras el simpecado buscando a lo lejos la corona real que nos guía hasta Ella. Es como dice la vieja sevillana, que el corazón a Huelva tras las carretas se le va, se le va, se le va....

Huelva, que ha dejado que con la hermandad se vayan todas las flores de sus jardines en los carros con flores de papel picado para ponerlas a las plantas de la Blanca Paloma, en su melancolía, se ha guardado para ella el luto glorioso de las flores moradas del jacarandá en el parque de la Esperanza; reanima el tono de sus mejillas con el rosa pálido de los castaños de Indias; pasea su tristeza por el mismo sendero orillado de acacias amarillas caídas en las aceras de la Avenida de Andalucía; se perfuma con el incipiente aroma de los magnolios en la Plaza de las Monjas; y se cubre con el destello intermitente del sol que se filtra entre las hojas de los plataneros de Pío XII, como si se pusiera un vestido de lunares dorados.

La magia de la luz que la caracteriza parece brillar con sordina; el aguaje del Odiel matiza sus reflejos y la blancura de las montañas de sal en la Caletilla  enmorenan de golpe en la despedida de la Real Hermandad del Rocío de Huelva.

No escarmienta con los años y siempre le pasa igual. No se acostumbra. A pesar de haber ensayado emociones, de haber estrenado el día anterior sus fervores rocieros con la partida de la Real Hermandad de Emigrantes, incluso así, siempre le coge por sorpresa y al ver marchar a su hermandad se le queda en los labios una sonrisa congelada, como de felicidad vivida, como de ausente tristeza.

Porque  de alguna manera Huelva, si pudiera, se echaría a los caminos siguiendo a su hermandad, hasta llegar a la marisma y poderse postrar con su gente ante la Virgen del Rocío, y esperar a la amanecida única de la mañana del lunes a que Almonte se la muestre y se pueda mirar en el espejo verde de su simpecado.


Solo entonces Huelva dejará de ser la ciudad ausente, sin pulso. La extraña ciudad aturdida.

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