Oigo estos
días insistentemente en las emisoras de radio y en cadenas de televisión la
insuperable voz de Rocío Jurado en el décimo aniversario de su muerte. La oigo
y parece como si su voz, nueva y eterna a un tiempo, hubiera reverdecido, más
clara, más nítida, más hermosa que nunca. Porque a Rocío Jurado le pasa como a
Carlos Gardel en Argentina que, según dicen sus incondicionales, cada día canta
mejor. Por eso creo que nunca nadie la podrá alcanzar y por más tiempo que
pase, seguirá siendo, por siempre, La Más Grande.
La oigo una
y otra vez haciéndose la misma pregunta en su canción, esa pregunta que últimamente la he hecho tan tremendamente
mía que, como ella, me pregunto qué no daría yo por empezar de nuevo… a ser cofrade.
Me pregunto
qué no daría yo por volver a acercarme cada tarde a la iglesia después del
colegio para empezar de nuevo a enamorarme de la cara de mi Virgen; para dejar
que entrara por los ojos de aquel niño, como ventanas abiertas al asombro, el
camino ancho y abierto de la pasión por las cofradías.
Qué no daría
yo por encontrarme de nuevo con la mano experta de aquellos viejos (y sabios)
cofrades que te franquearan las puertas que otros, según dicen ellos, siempre
encontraron cerradas. Porque tuve
suerte, y siempre hubo quienes me dejaron que me adentrara, a pesar de la
enorme diferencia de edad, en el corazón de las hermandades.
No sé lo que
daría yo porque Antonio Tello me volviera a pedir que me subiera al paso y,
mientras le alcanzara lo que me fuera pidiendo, asistir otra vez ensimismado a
la mayor y mejor lección magistral que impartía, sin darse cuenta y para un
solo alumno (otra cosa es que el alumno aprendiera), de cómo se viste a una
imagen de la Virgen.
O que me
volviera a poner a prueba con aquel ”vístela tú” (¿te acuerdas, Diego Morón?),
aunque luego, el maestro, tuviera que volver a subsanar el desaguisado del
alumno…
Qué no daría
yo por que Pepe Barba me echara la bronca por no dejar bien limpias “las
pezuñas” de fundición de los candeleros del altar. Y que me volviera a sobornar
de vez en cuando con una bandeja de dulces de Ruiz que Antonio, Cayetano, él y
yo nos comíamos sentados en los escalones de la subida de besar el talón del
Señor.
Quién
volviera a sentir esa palmada de Paco Monís en mi hombro con un “niño, eso está
muy bien”, la primera vez que, saya de seda blanca y manto azul de damasco,
vestí un mes de mayo en su hornacina a la Virgen de la Amargura.
O que
Aurelio Linares volviera a encauzar el ímpetu de los que empezábamos a ser
cofrades, contagiándonos el suyo, como hermano mayor y primer responsable del
resurgir de la Hermandad que dejaba de ser la de “los borrachos” y empezaba a
ser simple y honrosamente la del Nazareno, la que siempre fue para Huelva su
hermandad de la Madrugá.
Qué no daría
yo por buscar otra vez, tarde a tarde, la señal, algún signo que alertara de la
llegada de los días soñados de la Cuaresma y de la Semana Santa, cuando durante
el año la vida cofrade apenas se percibía, tan alejada de la sobresaturación de
actos vacíos de ahora, y que se materializaba cuando Pepe Jurado abría el sábado
antes del Domingo de Pasión el cancel alto de San Sebastián y desde la plaza del
barrio de “las bolas” se adivinaban, a medio armar, los palios de la Paz y del
Valle, y se empezaba a amontonar las maderas pintadas de gris para ir formando
aquella monumental rampa. O cuando empezaba el trajín en los tres almacenes del
Polvorín. O cuando Carrasco, casi sin ayuda, hacía hueco entre los bancos de
San Pedro porque llegaba, al mediodía del Domingo de Pasión, el paso de la
Burrita.
Lo que daría
yo ahora por volver a oír la voz de mi madre (como dice la Jurado) en el
silencio de la madrugada riñéndome por llegar tarde de la iglesia, bronca de
baja intensidad, por la satisfacción de ver prolongada en su casa la devoción
que su madre le tuvo al Señor, como vecina de la calle Tendaleras, y bronca que
se saldaba con un “ahí tienes una tortilla y un vaso de leche…¿A qué hora te
levanto para el instituto?” y así, noche tras noche de Cuaresma.
Qué no daría
yo por volver a sentir la alegría del más mínimo logro, cuando el estreno de un
manto brocado, sabía a manto bordado; cuando lo cotidiano era el trabajo exento
de crítica; cuando el color de unas flores o una túnica tenía el valor que
tenía y no se convertía en cuestión de estado… Tiempo difícil, tiempo feliz.
No me
importaría volver, aunque fuera por un momento, a aquel tiempo en el que esto
le gustaba a unos cuantos, aunque tuviera que aguantar los comentarios y las
burlas de muchos que, paradojas de la vida y andando el tiempo, llegaron
después a ocupar puestos de la mayor relevancia en nuestra Semana Santa. Y al
mismo tiempo, sentir como se reafirmaba tu condición de cofrade al enterarte
que unos chavales daban los primeros pasos para fundar una nueva hermandad,
allá por las colonias. La firma del acta fundacional de la Hermandad del
Calvario certificaba también la defunción de un tiempo de decadencia,
postración y agonía en la Semana Santa de Huelva.
Tiempo de
florecida Esperanza que crecía, ladrillo a ladrillo, con la construcción de la
primera capilla de la Hermandad de San Francisco. Cuando se abrieron sus puertas
por primera vez, se abrieron también, de alguna manera, un nuevo tiempo cofrade,
que parece que ahora, en muchos aspectos, empieza a languidecer de nuevo.
Volver a
aquel tiempo de carencias suplidas con imaginación, de franqueza en las
intenciones al arrimarte a una hermandad, tiempo emergente, de resurgimiento
desconocido…Y tiempo en el que las opiniones sobre cualquier tema de cofradías
se discutía, y hasta con pasión vehemente, pero mirándose a los ojos. Tiempo en
el que los miembros de la Unión de Cofradías se hablaban de usted, donde la
educación en los debates internos de las propias cofradías no llegaba al río de
los insultos…
Viejo tiempo
de sinceros aprendices de todo en contraposición de este tiempo actual de
maestros de la nada, de catedráticos sin haber aprobado ningún periodo de
prácticas, doctorados en asambleas de tabernas donde poner a caldo a la juntas
de gobiernos de turno. Miembros de raras alianzas, porque si la política hace
extraños compañeros de cama, las cofradías, ni te cuento… Feliz tiempo sin
Internet.
Qué no daría
yo por volver a emocionarme con aquella intensidad cuando veía el primer y escuetísimo
altar de cultos, o al oír el primer redoble de tambor. Revivir la estampa, casi
en blanco y negro, del Señor de Pasión ante el azulejo de la Virgen del Refugio
en la calle Nueva, al lado de la funeraria. Quisiera volver a cegarme con el
resplandor de luces y de alhajas de la Virgen de la Victoria llegando a la
Plaza del Punto. Que me volvieran a mirar entre varales, casi de reojo, la
mirada de azabache antiguo de la Virgen de los Dolores de la Merced, y que se
me volviera a erizar la piel con el “ay” largo, vibrante y sonoro de aquella primera
saeta que le oí cantar a Manola Sánchez, la Niña de Huelva, al Nazareno, “Que
nadie intente ofenderte, a ti Cordero Divino…”
¿Qué qué
daría yo?… Pues lo que no tengo. Cualquier posible honor, cualquier
consideración que pudiera haber recibido de las cofradías lo ofrecería con
gusto por volver, aunque fuera por una vez, a una Semana Santa menos mostrada a
la galería, más vivida sin temor a ver su imagen arrastrada por el fango de las
críticas más despiadadas, donde cualquier propuesta no es debatida, sino que
rápidamente se convierta en motivo de gresca, las más de las veces promovidas por
quienes nunca han demostrado nada en este mundo, cuanto menos peculiar, de las
cofradías.
Tiempo de silencios de corderos o de voceros
que quieren pescar en río revuelto, porque casi siempre hay una hermandad en
periodo de elecciones.
Una Semana
Santa ahora espléndida en lo material, sueño cumplido de lucimiento exterior
pocas veces visto, vivida como nunca en las calles, pero que empieza a agonizar
por dentro. Y no tardará mucho en que esos síntomas se reflejen en el rostro,
hermoso como nunca, de nuestra Semana Santa.
Una Semana
Santa en que más veces que las deseadas Dios no está ni se le espera. ¿Dónde
creemos que vamos así?
Por eso, si
se pudiera navegar contra corriente por el río del tiempo, muchas veces lo
remontaría gustoso por volver a vivir aquel tiempo, peor en tantas cosas; pero
más sincero y más limpio en otras muchas.
Ya tiene
respuesta la pregunta de Rocío Jurado: Daría lo que no tengo por empezar de
nuevo a ser cofrade…Lo mismo que daría por volverla a oír cantar en vivo sobre
un escenario, como la última vez, una noche de agosto, por Colombinas.