No es la luz que escruta azahares en el mes de marzo; ni la que amorata las jacarandas y hace que se abran los magnolios por junio; ni la que se congela , densa y dorada, en las aristas de la Giralda que en las tardes de diciembre se vuelve cirio concepcionista de la hermandad del Silencio. Ni es la luz, por ausente, que solo alcanza alumbrar al Gran Poder cuando cruza fugazmente la Plaza de San Lorenzo, poniendo un último beso de brumas en la frente del Señor antes de su recogida. La luz, la Verdadera Luz de Sevilla, es la que emana del llanto irisado por la sonrisa de la Virgen de la Esperanza.
Porque no es la luz, según su voluntad, la que hace cambiar
el rostro de la Señora del Arco. Es la imponente majestad de la Macarena la que
hace que en su presencia sea la luz la que se avenga en cada momento a las
razones de su belleza.
No creo que haya ninguna imagen que plasme mejor en
su semblante la variedad de la luz como esta Esperanza de los mortales. No creo
que exista ninguna otra que resista el exceso de sol del mediodía sobre su
cambiante expresión ni la escasez de claridades en la más honda madrugada mejor
que Ella. No hay a quien las luces de la alborada le perfile mejor el rostro
que a esta Virgen del Divino Entrecejo, que le haga acusar mejor el cansancio
de una noche fuera de su casa profundizando o suavizando sus ojeras con toda la
gama posible de colores morados, desde el malva suave nacarado de luna por la
Resolana cuando va, al terciopelo morado abrasado de sol por la Resolana cuando
vuelve. Luz que se cala entre las flores de seda de sus velos definiendo su
figura de torre de marfil, patinando de oro su saya. La que acusa las llagas
del amor de Sevilla que se hace beso en sus manos. La que verdea en temblores
de cristal, esmeraldas o talco, ¿qué más dará?, desde la patena de encajes de su pecho, inconfundibles estrellas de su
Esperanza. La misma que irradia los rayos plisados de su corona que cuaja
brillantes sobre la cúspide de su cruz y llega a nosotros por una cascada tisú,
o como repescada entre las mayas de oro tejido en un mato.
La que se
condensa y se deshace, se concentra y se disipa, como polvo dorado en la nube
de incienso inflamado con la luz de la candelería que la precede. Luz radiante
en el perfil de su sonrisa; luz sombría en el de su llanto.
Luz sonora y vibrante hasta en la música que la
lleva con el arranque de "Pasa la Macarena"; luz romántica en
"Coronación" y hasta melancólica luz, casi vespertina, en declive, en
la marcha fúnebre que le toquen en la esquina de Chapineros. Luz blanca, como
toca de novicia reverberando de albedo las cales de la calle Alcázares; luz alegre,
de mañana de feria, de cielo de Corpus, y solemnemente opaca a veces como la de
los cirios oscuros de un viejo Oficio de Tinieblas en Viernes Santo. Luz
cobalto en el cielo de una Madrugada, la suya, que clarea con livores de su
radiante Esperanza.
Luz que emana de Ella, pero luz que esta Señora de
la Luz también absorbe hecha claridad y
que atrae, como potentes imanes, el coral inmensamente negro de sus ojos. ¿No
se han fijado cómo así que entremos en su basílica todo confluye en su mirada?
¿No les da a ustedes la sensación que así que se cruza el atrio parece que la
mirada de la Virgen te buscara, como si te esperara? Por sus ojos, pozos
profundos de negras claridades por donde penetramos al universo con cinco
estrellas de su rostro, se precipita nuestra esperanza para alumbrarnos con la
de Ella.
Así ocurre siempre que se abren las puertas de la
Basílica, una brazada de su luz se derrama en cascada y canalizada por un arco
blanco y albero llega a todos nosotros, como cuando se abrieron, recién
bendecidas y por primera vez, las puertas del Año Jubilar de la Macarena. Un
año para dejarnos alumbrar por la genuina Luz de la Esperanza, la más auténtica
y Verdadera Luz de Sevilla.
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