Powered By Blogger

jueves, 20 de junio de 2013

UN PREGÓN SIN DEDICATORIA




Hay quienes aseguran que empezamos a morir desde el mismo instante de nuestro nacimiento, que empezamos a morir al mismo tiempo que empezamos a vivir. No creo que sea así. Comenzamos  a morir un poco en el mismo instante en el que se muere nuestro padre. Como también creo que no acabas de superar la ausencia de un ser tan querido hasta que al recordarlo no aparezca en tu rostro una sonrisa en vez de una lágrima. Por eso ahora que el tiempo va mediando, inexorable  ley de vida, y el soñar contigo, al recordarte, ya no me causa dolor, quisiera decirte algunas, muchas cosas que se quedaron guardadas cuando te marchaste. Quisiera saldar algunas cuentas que tenemos pendiente. O mejor dicho: deudas que yo tengo pendientes contigo, papá.

 Quizá porque te marchaste sin avisar o  porque creí que jamás llegaría ese día, nunca te di las gracias por toda una vida, la tuya, sosteniendo a las nuestras, a la de mamá, a la de mi hermano y a la mía. Porque nunca te dije, absurda timidez, lo orgulloso que siempre estuve de ti. Ojalá pudiera invertir el paso del tiempo para poder decirte todo lo que en vida no te dije. Quisiera poder borrar todo cuanto te pudiera haber defraudado de mí por no satisfacer las expectativas que, como todo buen padre, en mí pusiste.

Sabes que nunca te tuve en cuenta el tiempo que pasabas lejos de nosotros por la dedicación a tu trabajo, esas interminables temporadas, aquellos largos turnos embarcado donde solo tu voz lejana por el teléfono, o por la emisora de la costera, te hacía presente en nuestras vidas.  Todavía en mi memoria arde ante la Virgen del Carmen aquella mariposa encendida flotando en un tazón de aceite que la abuela encendía en el momento que el barco salía por la boca de la barra y que no se apagaba hasta que no volvías a entrar por las puertas de casa. Ofrezco por ti las lágrimas en las despedidas diciéndote adiós, viendo cómo te alejabas saludándome en la cubierta del barco; el tiempo de espera aguardando en el muelle que apareciera a lo lejos, de nuevo, el barco donde venías, confundiéndose el sonido del motor con los latidos del corazón del niño impaciente.

Jamás te podré reprochar todas las fiestas que no lo fueron por no estar tú; ni el vacío en las noches de Reyes sin ti;   porque todo quedaba saldado  cuando volvías (el olor que traías contigo a sal y brea lo tengo perpetuamente grabado en la memoria)  y  el tiempo que pasábamos juntos superaba con creces el tiempo perdido. Y me sonríe el recuerdo del  tiempo que me dedicabas cuando aprendía las primeras letras en una cartilla a la sombra de un pino a la hora de la siesta, en ese refugio que para ti era aquel viejo caserón en Los Pinos de Valverde; o cuando me enseñabas a nadar aprovechando la corriente a favor del río Piedras; o me llevabas por un itinerario de salinas y playas para que aprendiera a vivir donde tú mismo aprendiste, en esa Isla Cristina que nunca dejaste de querer, ni de añorar. Y siempre tengo presente el empeño que pusiste en que los caminos de mi hermano y el mío nunca se cruzasen con el mar, con la mar, esa amante que tú tenías, que convivió casi toda la vida con nosotros y que solo tuviste arrestos para dejarla cuando comprendiste, aunque no te lo pidiéramos nunca, que la adolescencia de tus hijos te requería cerca, ni siquiera cuando la mar, mujer malvada y celosa, quiso quedarse contigo para siempre en aquel triste naufragio del Virgen de La Antigua, o en el del San Enrique, con mi madre ya embarazada de tu primer hijo, fuiste capaz de abandonar. Eso sí que es fidelidad desde que le profesaste amor por primera vez a los catorce años desde un barco fondeado en la rivera del Guadiana, con hábito celeste de San Francisco y teniendo como testigo el Nazareno de la Villa,  Alma y Señor de Ayamonte.

Tampoco supe agradecerte en su momento el cariño a mis hijos, tus nietos, a quienes quisiste como a mí, pero mimaste y consentiste más que a mí haciendo uso de tu condición de abuelo, que para educarlos ya estábamos Marisa y yo, y el colegio, o la escuela, como te gustaba decir.

Y todo esto porque la otra tarde, trasteando en tus cosas, encontré la fotografía que encabeza este escrito y un libro del pregón de Semana Santa del 2006; sí, ese que me pediste por activa y por pasiva que te dedicara, y cuya primera hoja sigue en blanco, absolutamente en blanco.

 Y es que nunca supe qué poner. ¿Qué dedicatoria se le puede poner a un padre en un libro? ¿Cómo resumir en la dedicatoria de un pregón, en cuatro frases, todo el sentimiento, todo el respeto, toda la admiración, toda tu vida, cuando es tu vida de honradez y de trabajo la que necesitaría un pregón y algo más que un libro?

Por eso cuando vi el pregón sin dedicatoria al momento comprendí cuántas cosas se me quedaron por decirte, y que te digo ahora redimiendo mi culpa, al tiempo que te pido que sigas velando por nosotros desde ese Cielo donde ruego a Dios que estés, y que estoy seguro que estarás, tan azul como ese mar que fue tu cielo, y a veces tu infierno, en la Tierra. Por mi parte, deuda saldada. Un beso y descansa, papá.


No hay comentarios:

Publicar un comentario