Hay quienes aseguran que empezamos a morir desde el mismo instante de nuestro nacimiento, que empezamos a morir al mismo tiempo que empezamos a vivir. No creo que sea así. Comenzamos a morir un poco en el mismo instante en el que se muere nuestro padre. Como también creo que no acabas de superar la ausencia de un ser tan querido hasta que al recordarlo no aparezca en tu rostro una sonrisa en vez de una lágrima. Por eso ahora que el tiempo va mediando, inexorable ley de vida, y el soñar contigo, al recordarte, ya no me causa dolor, quisiera decirte algunas, muchas cosas que se quedaron guardadas cuando te marchaste. Quisiera saldar algunas cuentas que tenemos pendiente. O mejor dicho: deudas que yo tengo pendientes contigo, papá.
Quizá porque
te marchaste sin avisar o porque creí
que jamás llegaría ese día, nunca te di las gracias por toda una vida, la tuya,
sosteniendo a las nuestras, a la de mamá, a la de mi hermano y a la mía. Porque
nunca te dije, absurda timidez, lo orgulloso que siempre estuve de ti. Ojalá
pudiera invertir el paso del tiempo para poder decirte todo lo que en vida no
te dije. Quisiera poder borrar todo cuanto te pudiera haber defraudado de mí
por no satisfacer las expectativas que, como todo buen padre, en mí pusiste.
Sabes que nunca te tuve en cuenta el tiempo que
pasabas lejos de nosotros por la dedicación a tu trabajo, esas interminables
temporadas, aquellos largos turnos embarcado donde solo tu voz lejana por el
teléfono, o por la emisora de la costera, te hacía presente en nuestras vidas. Todavía en mi memoria arde ante la Virgen del
Carmen aquella mariposa encendida flotando en un tazón de aceite que la abuela
encendía en el momento que el barco salía por la boca de la barra y que no se
apagaba hasta que no volvías a entrar por las puertas de casa. Ofrezco por ti
las lágrimas en las despedidas diciéndote adiós, viendo cómo te alejabas
saludándome en la cubierta del barco; el tiempo de espera aguardando en el
muelle que apareciera a lo lejos, de nuevo, el barco donde venías, confundiéndose
el sonido del motor con los latidos del corazón del niño impaciente.
Jamás te podré reprochar todas las fiestas que no lo
fueron por no estar tú; ni el vacío en las noches de Reyes sin ti; porque todo quedaba saldado cuando volvías (el olor que traías contigo a
sal y brea lo tengo perpetuamente grabado en la memoria) y el
tiempo que pasábamos juntos superaba con creces el tiempo perdido. Y me sonríe
el recuerdo del tiempo que me dedicabas
cuando aprendía las primeras letras en una cartilla a la sombra de un pino a la
hora de la siesta, en ese refugio que para ti era aquel viejo caserón en Los
Pinos de Valverde; o cuando me enseñabas a nadar aprovechando la corriente a
favor del río Piedras; o me llevabas por un itinerario de salinas y playas para
que aprendiera a vivir donde tú mismo aprendiste, en esa Isla Cristina que
nunca dejaste de querer, ni de añorar. Y siempre tengo presente el empeño que
pusiste en que los caminos de mi hermano y el mío nunca se cruzasen con el mar,
con la mar, esa amante que tú tenías, que convivió casi toda la vida con
nosotros y que solo tuviste arrestos para dejarla cuando comprendiste, aunque
no te lo pidiéramos nunca, que la adolescencia de tus hijos te requería cerca,
ni siquiera cuando la mar, mujer malvada y celosa, quiso quedarse contigo para
siempre en aquel triste naufragio del Virgen de La Antigua, o en el del San
Enrique, con mi madre ya embarazada de tu primer hijo, fuiste capaz de
abandonar. Eso sí que es fidelidad desde que le profesaste amor por primera vez
a los catorce años desde un barco fondeado en la rivera del Guadiana, con
hábito celeste de San Francisco y teniendo como testigo el Nazareno de la
Villa, Alma y Señor de Ayamonte.
Tampoco supe agradecerte en su momento el cariño a
mis hijos, tus nietos, a quienes quisiste como a mí, pero mimaste y consentiste
más que a mí haciendo uso de tu condición de abuelo, que para educarlos ya
estábamos Marisa y yo, y el colegio, o la escuela, como te gustaba decir.
Y todo esto porque la otra tarde, trasteando en tus
cosas, encontré la fotografía que encabeza este escrito y un libro del pregón
de Semana Santa del 2006; sí, ese que me pediste por activa y por pasiva que te
dedicara, y cuya primera hoja sigue en blanco, absolutamente en blanco.
Y es que
nunca supe qué poner. ¿Qué dedicatoria se le puede poner a un padre en un
libro? ¿Cómo resumir en la dedicatoria de un pregón, en cuatro frases, todo el
sentimiento, todo el respeto, toda la admiración, toda tu vida, cuando es tu
vida de honradez y de trabajo la que necesitaría un pregón y algo más que un
libro?
Por eso cuando vi el pregón sin dedicatoria al
momento comprendí cuántas cosas se me quedaron por decirte, y que te digo ahora
redimiendo mi culpa, al tiempo que te pido que sigas velando por nosotros desde
ese Cielo donde ruego a Dios que estés, y que estoy seguro que estarás, tan
azul como ese mar que fue tu cielo, y a veces tu infierno, en la Tierra. Por mi
parte, deuda saldada. Un beso y descansa, papá.
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