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domingo, 23 de febrero de 2014

EL RITO Y LA REGLA

En el patio, mi padre, con su túnica
negra, en la madrugada más profunda
de la clarísima ciudad, se ha puesto
se ha puesto solemnemente el negro capirote.

Silencioso es el rito, no aprendido,
sino heredado, yéndole en la sangre,
pues los siglos se ven hasta en la forma
de sujetarse el antifaz al rostro.

(Y silencioso y sin hablar con nadie,
el nazareno escogerá el camino
más corto...)

Oh, padre mío,
cuánto silencio hay en este Viernes
tan lejos de mi vida,
cerrada para siempre la cancela
que nadie espera ya.

Hoy la memoria escoge
el camino más corto para herirme.

(Viernes del 82)
                              Rafael Montesinos.



Releyendo este precioso poema de Rafael Montesinos me preguntaba  si en nuestra Semana Santa hay más ritos o hay más reglas. Pensaba también en la importancia que ambos conceptos tienen para poder entender la realidad de una cofradía. Ritos y reglas como factores que configuran las dos columnas principales donde descansan, por un lado la imagen formal  y por otra la afectiva, que la hermandad proyecta al exterior, la que le llega a los fieles, la que la definen  y la hacen ser a cada una lo que en realidad son: únicas,  irrepetibles y distinta a las demás.

Aparentemente, no hay nada más reglado que las cofradías y al mismo tiempo, como sabemos, nada hay que se venere ni se perpetúe más en ellas que sus ancestrales ritos. Las hermandades contraponen a la frialdad de las reglas la calidez de sus ritos; la rigidez de sus normas al cordial sentimiento que el cofrade alberga por su hermandad; el reglado casi castrense de sus estatutos, al emotivo poder de sus costumbres. Y pienso que en la balanza donde se pesan las reglas con los ritos el fiel se decanta por ese conjunto de sensaciones inexplicables que forman las vivencias atesoradas en el corazón del cofrade.
Hay ritos que los cofrades vivimos colectivamente, la salida de una cofradía, el besamanos de una imagen, la celebración de la función principal, la protestación de fe... Pero donde el rito, lejos de la regla, toma verdaderamente carta de naturaleza es en esas costumbres personales que conforma nuestra más íntima Semana Santa.

Porque nos gusta perpetuar lo que una vez nos hizo feliz y amar a la Semana Santa, a lo mejor cada año vamos al encuentro de esa determinada cofradía por el mismo camino, la esperamos para volver a sorprendernos en la misma esquina del asombro, con la misma emoción de siempre. Quizás escojamos un determinado día, siempre el mismo, para bajar la túnica del altillo, o para poner las colgaduras en el balcón. Seguro que, costal bajo el brazo, siempre quedemos con los mismos amigos para ir a la iglesia, con parada en ese mismo bar, para el último café antes del momento de la suerte suprema de alzar a Cristo o a la Virgen.

Estoy convencido que muchos, al ver aparecer por el dintel de la puerta del templo sobre su paso a cualquier imagen sagrada, volvemos a mirar la escena con los ojos del niño que fuimos y quizás recemos la misma oración, que puede que alguien que ya no esté nos enseñara a rezar.

 Es posible que nos revistamos con la sagrada vestidura que es la túnica de nuestra hermandad en el mismo sitio y con los mismos hermanos con los que , año tras años, realizamos juntos la estación de penitencia, y que escueza en el alma el nuevo rito de echar de menos a los que se marcharon antes de tiempo precisamente revestidos con esa misma túnica, para la eternidad.

Repetiremos momentos en las mismas calles buscando las mismas emociones de siempre que hacemos nuevas, que renovamos y quedan incorporadas para siempre en la bodega de nuestra memoria; comemos las mismas cosas, usamos las mismas prendas, volvemos a pisar por los senderos que siempre  nos llevaron a la felicidad y queremos perpetuar. Esperamos en el mismo sitio la misma marcha, el mismo solo de corneta, la misma lluvia de pétalos en esa revirá perfecta y emotiva hasta la lágrima; confiamos embriagarnos con el mismo incienso, que la misma luna subraye de plata los mismos perfiles de siempre; que el mismo sol de la infancia haga real un nuevo Domingo de Ramos, largamente esperado, eternamente soñado...
Y aquí, seguro que cada cual podría multiplicar hasta el infinito (y más allá) los ritos que conforman su credo cofrade.


Porque podremos cumplir escrupulosamente las reglas, pero lo que confirmará nuestra adscripción a las cofradías, a la de cada uno, a las demás, a la Semana Santa toda, son los ritos que con el tiempo se nos convierte en las reglas por las que se va a regir para siempre nuestro sentimiento cofrade.

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