En
el patio, mi padre, con su túnica
negra,
en la madrugada más profunda
de
la clarísima ciudad, se ha puesto
se
ha puesto solemnemente el negro capirote.
Silencioso
es el rito, no aprendido,
sino
heredado, yéndole en la sangre,
pues
los siglos se ven hasta en la forma
de
sujetarse el antifaz al rostro.
(Y
silencioso y sin hablar con nadie,
el
nazareno escogerá el camino
más
corto...)
Oh,
padre mío,
cuánto
silencio hay en este Viernes
tan
lejos de mi vida,
cerrada
para siempre la cancela
que
nadie espera ya.
Hoy
la memoria escoge
el
camino más corto para herirme.
(Viernes
del 82)
Rafael
Montesinos.
Releyendo este precioso poema de Rafael Montesinos
me preguntaba si en nuestra Semana Santa
hay más ritos o hay más reglas. Pensaba también en la importancia que ambos
conceptos tienen para poder entender la realidad de una cofradía. Ritos y
reglas como factores que configuran las dos columnas principales donde descansan,
por un lado la imagen formal y por otra
la afectiva, que la hermandad proyecta al exterior, la que le llega a los
fieles, la que la definen y la hacen ser
a cada una lo que en realidad son: únicas,
irrepetibles y distinta a las demás.
Aparentemente, no hay nada más reglado que las cofradías
y al mismo tiempo, como sabemos, nada hay que se venere ni se perpetúe más en
ellas que sus ancestrales ritos. Las hermandades contraponen a la frialdad de
las reglas la calidez de sus ritos; la rigidez de sus normas al cordial
sentimiento que el cofrade alberga por su hermandad; el reglado casi castrense
de sus estatutos, al emotivo poder de sus costumbres. Y pienso que en la
balanza donde se pesan las reglas con los ritos el fiel se decanta por ese
conjunto de sensaciones inexplicables que forman las vivencias atesoradas en el
corazón del cofrade.
Hay ritos que los cofrades vivimos colectivamente,
la salida de una cofradía, el besamanos de una imagen, la celebración de la
función principal, la protestación de fe... Pero donde el rito, lejos de la
regla, toma verdaderamente carta de naturaleza es en esas costumbres personales
que conforma nuestra más íntima Semana Santa.
Porque nos gusta perpetuar lo que una vez nos hizo
feliz y amar a la Semana Santa, a lo mejor cada año vamos al encuentro de esa
determinada cofradía por el mismo camino, la esperamos para volver a
sorprendernos en la misma esquina del asombro, con la misma emoción de siempre.
Quizás escojamos un determinado día, siempre el mismo, para bajar la túnica del
altillo, o para poner las colgaduras en el balcón. Seguro que, costal bajo el
brazo, siempre quedemos con los mismos amigos para ir a la iglesia, con parada
en ese mismo bar, para el último café antes del momento de la suerte suprema de
alzar a Cristo o a la Virgen.
Estoy convencido que muchos, al ver aparecer por el
dintel de la puerta del templo sobre su paso a cualquier imagen sagrada, volvemos a
mirar la escena con los ojos del niño que fuimos y quizás recemos la misma
oración, que puede que alguien que ya no esté nos enseñara a rezar.
Es posible
que nos revistamos con la sagrada vestidura que es la túnica de nuestra
hermandad en el mismo sitio y con los mismos hermanos con los que , año tras
años, realizamos juntos la estación de penitencia, y que escueza en el alma el
nuevo rito de echar de menos a los que se marcharon antes de tiempo
precisamente revestidos con esa misma túnica, para la eternidad.
Repetiremos momentos en las mismas calles buscando
las mismas emociones de siempre que hacemos nuevas, que renovamos y quedan
incorporadas para siempre en la bodega de nuestra memoria; comemos las mismas
cosas, usamos las mismas prendas, volvemos a pisar por los senderos que siempre
nos llevaron a la felicidad y queremos
perpetuar. Esperamos en el mismo sitio la misma marcha, el mismo solo de
corneta, la misma lluvia de pétalos en esa revirá perfecta y emotiva hasta la
lágrima; confiamos embriagarnos con el mismo incienso, que la misma luna
subraye de plata los mismos perfiles de siempre; que el mismo sol de la
infancia haga real un nuevo Domingo de Ramos, largamente esperado, eternamente
soñado...
Y aquí, seguro que cada cual podría multiplicar
hasta el infinito (y más allá) los ritos que conforman su credo cofrade.
Porque podremos cumplir escrupulosamente las reglas,
pero lo que confirmará nuestra adscripción a las cofradías, a la de cada uno, a
las demás, a la Semana Santa toda, son los ritos que con el tiempo se nos
convierte en las reglas por las que se va a regir para siempre nuestro
sentimiento cofrade.
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