Escribo esto, Reina y Madre del Polvorín, en la
celebración de setenta y cinco aniversario de la fundación de tu hermandad, y
para saldar una vieja deuda que tenía contraída, primero contigo, Señora; y con
otra señora, amiga del alma, que nació un Miércoles Santo justamente cuando
regresabas de tu triunfal procesión por las calles de Huelva y en el
mismo instante que entrabas en el templo, y que por eso lleva tu bendito
nombre, Victoria.
A Ti, a tu hermandad, a toda
Huelva: Feliz aniversario.
EL TIEMPO ENTRE DOS CORONAS
Dicen que el tiempo es el espacio
entre dos recuerdos. Si es así, qué pronto ha pasado el tiempo...Y qué pronto
ha pasado la vida.
Dos instantes, dos momentos, dos
cortes en la línea de sucesión de los días anclados en la memoria. Y marcados
por una misma sonrisa y por una misma mirada que desandando el tiempo me hacen
regresar a un ayer, quizás demasiado lejano.
Llovía. En la desapacible tarde de
aquel veintitrés de diciembre, de no recuerdo qué año, algo distinto sucedía en la Iglesia del Sagrado corazón de
Jesús. Como cada víspera de Nochebuena, la Sagrada Imagen de La Santísima
Virgen de la Victoria había sido descendida de su altar para su anual
besamanos. Vestía la saya de tisú de Esperanza Elena Caro, manto celeste
brocado en oro y una toca dorada. Se mostraba como siempre, radiante, sublime
perfecta. Pero algo le faltaba: no llevaba corona.
A un lado del presbiterio de su capilla, sobre una mesita vestida de
damasco rojo, recostada sobre un cojín de terciopelo, una corona nueva
aguardaba para después de ser bendecida e inciensada, serle impuesta a la
Virgen del Polvorín. Acto seguido, después de aquella íntima e inesperada
coronación en aquella tarde del incipiente invierno, al besarle la mano por
primera vez, un niño que empezaba a sumergirse en el mundo de las
cofradías quedó impresionado por los ojos y la sonrisa de aquella Virgen, en
ese difícil equilibrio de dolor y sonrisa en el inmaculado rostro de la Virgen
de la Victoria.
Porque la Reina del Polvorín sonríe más con los ojos que con la boca.
A la Virgen de la Victoria le penetra por los ojos, vivos de cal negra, todo el
dolor de la Humanidad y, una vez tamizado en el crisol de su Divino Corazón,
nos lo devuelve en el céfiro suave de una sonrisa esbozada entre el rubí de sus
labios, como dos pétalos de coral rojo.
Y permaneciendo inalterables, esa mirada, esa sonrisa, se eternizan en
el reloj sin agujas que marca los días de la historia de Huelva. Mide el
devenir de nuestras vidas, minuto a minuto, gota a gota, con el reloj de cera
que se derrite y se congela en la candelería de su portentoso paso de palio,
donde el tiempo se licua y se solidifica al ritmo de la mecida de sus
bambalinas, del cimbreo de sus varales, como doce alabardas que custodian la
celestial realeza de su señorío, en el alcázar-fortaleza de su paso de palio.
Por eso, cuando cada tarde de Miércoles Santo la Victoria avanza para
reconquistar el corazón de la ciudad, cuando se nos adentra por un sendero de
calas, por una alameda que nos lleva y nos trae a la gloria como en el mejor
cante de ida y vuelta, parece que viniera retándonos, pidiendo guerra con la
hermosura de su rostro, dejándonos heridos en el corazón con la munición más
poderosa que guarda el inmenso Polvorín de su belleza entre el fuego cruzado
del destello cristalino de sus alhajas: su mirada y su sonrisa.
Pero el tiempo pasa rápido, demasiado rápido. Aunque parezca que fue
ayer desde que aquel niño quedara asombrado al besar por primera vez la mano de
la Virgen de la Victoria hasta que otra tarde volviera a marcarle, esta vez en
el corazón y para siempre, ha pasado mucho tiempo, demasiado tiempo...
Llovía otra vez como en aquella lejana tarde de diciembre. Pero esta
vez, en mayo. Dentro de la parroquia de la Purísima Concepción, una mezcla de
ansiedad, de temor y al mismo tiempo de confianza, retenía en el templo a la
Virgen de la Victoria. Fuera, la ciudad se impacientaba por llevarla hasta el
altar donde se coronaría canónicamente. Cuando el sol apareció y llamó a la
puerta de la iglesia abriéndola de par en par, el cielo de Huelva, que ese
cinco de mayo tuvo después el mismo color que tiene el cielo del Barrio Obrero
cada tarde de Miércoles Santo, el mismo color de ese mar de antifaces azulinas
que la preceden, le dibujó en el espacio un arco iris triunfal, que le
recordara al arco Reina Victoria.
Fue entonces cuando antes de salir camino de la Plaza del
Ayuntamiento, la Virgen de la Victoria giró su paso de palio y miró a Nuestro
Padre Jesús Nazareno con la misma sonrisa que muchos años atrás había mirado a
aquel niño. Y de golpe, el tiempo se hizo nada y se hizo eterno.
Y como no hay mejor homenaje para un hijo que el que se le haga a su
Padre, esa mirada al Señor en el día de su multitudinaria coronación canónica
se fundió en la memoria, como en un largo abrazo de años, con la de aquella
otra íntima en aquel remoto invierno, cerrando un paréntesis de un tiempo entre
dos coronas donde la Semana Santa de Huelva ha ido creciendo y
modelándose al amparo de su mirada, alentada por el aire suave, casi de brisa
marina, de su misteriosa sonrisa.
Quien no lo haya visto, quien no haya tenido la dicha de sentir alguna
vez en sus propios ojos esa sonrisa y esa mirada, que vaya a verla en el último
amanecer de este mes de noviembre, cuando salga de su templo con las
luces del alba...Del alba que anuncia su Eterna Victoria.