A la memoria de Dña. Manuela Gómez Pérez,
Camarista de Nuestra Señora de la Caridad
(Q.S.G.H.)
Me habréis
oído decir miles de veces, o habréis leído otras miles, que una cofradía,
salvando y sobreponiendo la devoción a sus sagrados titulares, son lo que son
gracias a las personas que la componen, que su carisma, su buen nombre, su
crédito, la definición de su estilo, su credibilidad…la perfilan sus hermanos.
Las mismas miles de veces he dicho, intentando beber de las fuentes y seguir la
estela de grandes cofrades, que a las cofradías debemos llegar para acercarnos
a Dios… y para hacer amigos; que de no ser así, nada de esto tendría sentido. Y
yo, al menos en lo segundo, siempre he tenido suerte; yo diría que muchísima
suerte. Y en lo primero, Dios me juzgará.
Cuando hace
ya algunos años, ante la insistencia de un muy querido amigo llego al servicio
de la Virgen de la Caridad para vestir su sagrada imagen, tuve la inmensa
fortuna de conocer a una gran mujer, a Doña Manuela Gómez Pérez, Manoli, camarista de
la Santísima Virgen, y poder gozar de su entrañable amistad.
Definir a
esta señora como “cofrade” sería insuficiente a todas luces, porque con
absoluta seguridad y en justicia habría que anteponer su condición de mujer profundamente creyente,
firmemente comprometida con la parroquia de Santa María, Madre de la Iglesia,
desde su creación, siendo miembro activo de sus grupos parroquiales antes
incluso de la fundación de su querida hermandad del Santísimo Cristo de la Fe.
Inquieta,
servicial, previsora, amable, agradecida, con la discreción como inalienable seña
de identidad, Manoli desempeñó en un primer plano, tantas veces invisible para la
mayoría de la gente, un servicio a su hermandad difícilmente superable.
Adelantada a
su tiempo, cuando a la mujer se le encasillaba (en el mejor de los supuestos)
en muy escasos y determinados puestos, ya ella, por méritos propios y sin
ocupar cargo alguno en ninguna junta de gobierno (no sería porque no se lo
ofrecieron) fue referente de devoción y entrega a su hermandad.
Rebasando
amplísimamente su cometido como mera camarista, junto con Juan, su esposo, fue incansable
“clavera” de su cofradía, allegando recursos económicos, atrayendo a nuevos
hermanos que han ido engrosando día a día la nómina de una hermandad joven y
nueva que arracima en torno a ella la devoción de un barrio, de su querido barrio
de Viaplana. En ella sí se cumplía a rajatabla lo de “que tu mano derecha no
sepa lo que hace tu mano izquierda”. No creo que haya mayordomía de hermandad
alguna que haya vendido más lotería que Juan y Manoli.
Huyendo
siempre de lugares de preeminencia, de focos de atención, de polémicas,
conciliadora, querida y respetada por las sucesivas juntas de gobierno,
intentando ser ecuánime en las posibles e inevitables diferencias de criterio
(tan propio en nuestras cofradías), sensible pero enérgica, anteponiendo siempre
el sagrado interés de la hermandad por encima de todo, callando algún disgusto
que siempre ofrecía y relegaba al olvido.
Cierta tarde
de besamanos, y sin que ella supiera nada, hubo que engañarla para que ocupara
el sitio preferente que tenía reservado en el templo el día que la hermandad le
tributó un modesto, pero más que merecido homenaje. Una vez superada la emoción
y la sorpresa, pocas veces la vi tan sinceramente feliz.
Pero era en
la cercanía de su condición de camarista donde más y mejor se ponía de
manifiesto su sincera devoción a la Santísima Virgen que veía representada en
la bendita imagen de nuestra Señora de la Caridad, y a la que trataba con el
familiar respeto y la devota reverencia de una dama de confianza al servicio de
una Reina.
Jamás una indicación que interfiriera en la
labor de los priostes o del propio vestidor. Siempre sincera en sus opiniones.
Ante cualquier sugerencia, cualquier insignificante insinuación que se le
hiciera y que pudiera redundar en el decoro de la imagen de la Virgen o de la
hermandad y se encontrara a su alcance (o al alcance de quienes nunca le
negaban colaboración), antes de que se pensara, ya estaba hecho. Y qué paciente
y comprensiva con las “neuras” perfeccionista del vestidor… Estoica.
De carácter
alegre, de mirada chispeante, en esas largas horas de intimidad y cercanía en
torno a la Virgen, donde da tiempo a hablar con afabilidad de todo, cuando fluyen
y afloran las confidencias, era cuando más le brillaban los ojos, sobre todo al
hablar de su familia, de sus hijos, de sus nietos; con cuánto cariño, con
cuánta satisfacción, con cuánto orgullo.
Cuántas
veces, en la penumbra rojiza de la iglesia, a la luz de la lamparilla del
sagrario (no había ni una sola vez que pasara por delante y no se detuviera
ante el Santísimo) hablaba de su devoción a Sor Ángela de la Cruz, de las
visitas junto a Concha, su hermana, a la Casa Madre de Sevilla cada dos de
marzo para venerar el cuerpo incorrupto de la Santa; de su cariño al convento
de la Plaza Niña de Huelva y a sus monjas, donde estudiara de niña. Quizás
ellas fueran las que le contagiaran esa sana y santa alegría que derramaba.
Poseyendo
esa profunda Fe, no es extraño que el Señor eligiera para llamarla a Su
presencia en esas fechas tan señaladas para cualquier cofrade, cuando la Semana
Santa se enmarcaba ya en el portón de bronce del Domingo de Pasión para hacer
su entrada. Pero su repentina partida, por dolorosa, por inesperada, cubrió con
un velo de duelo el pregón de la Semana Santa de la ciudad, que Manolo, su
yerno, supo rasgar de parte a parte con la emotiva brillantez su pregón. Qué
entereza la del pregonero, qué ejemplo el de Pilar, su mujer. Qué madurez la de
su hija Mencía.
Cierto es,
querida Manoli, que te marchaste sin avisar…pero con las tareas hechas, con la
virgen recién entroniza en su paso la noche anterior, ya vestida para su salida
procesional y, cosa inusual (nunca te gustó enjoyarla tan pronto), hasta con
las alhajas puestas. Lo último que hiciste fue quitarte el anagrama de María
que siempre llevabas al cuello para ponérselo a la Virgen en el pecherín. Y,
cosas del destino, casi a punto de
terminar de coser (como si presintieras el luto) el nuevo manto negro que en
este mes de noviembre arropará a la Caridad cuando se vista de terciopelos
negros en memoria tuya y en la de todos los hermanos que ya están a su lado, en
la Gloria prometida.
Ahora, es
difícil, resulta extraño preparar a la Virgen y que tú no estés allí ordenando,
cuidando, disponiendo debidamente su ajuar, humilde, pero siempre en perfecto
estado de revista, limpio, impoluto. Cómo y cuánto duele tu ausencia.
Pero dicen
que nadie se va del todo mientras permanezca en la memoria de quienes la
quisieron. Por eso permanecerás para siempre en nuestro recuerdo, y te veremos
en la blanca intimidad de unas enaguas ciñendo el talle de la Virgen; en la
camisa oculta bajo la túnica de un Nazareno que camina de Madrugada; en la
impecable hechura de cada saya salida de tus manos; en el revuelo de cada capa
burdeos desplegada en el aire de la tarde en las filas de una cofradía que
camina hacia la Carrera Oficial; en la solemne elegancia de una dalmática alumbrando a la Esperanza, “qué
difícil combinar el damasco y el terciopelo, no pasé ná”; en el airoso vaivén
de unas bambalinas y en los pliegues de un manto de cola, capaz de cobijar toda
la Fe de Viaplana; en el aceptar sin dramatismos ni estridencias las
inclemencias meteorológicas que tantas malas pasadas jugaron tantas
(demasiadas) tardes de Viernes Santo; en el recuerdo del sagrado ritual de
caminar tras el paso de Cristo la mitad del itinerario y la otra mitad tras el
paso de palio, donde siempre te encontraba, en el sitio que más te gustaba, la
primera, pegada al “poyero”, de “guardamanto”, para recriminar con enérgica
elegancia a quienes tocaban el terciopelo del manto y al que todos los años
tenía que volverle a coser el fleco.
Ahora que el
tiempo ha pasado, poco todavía, pero el suficiente para que al acordarnos de ti
esbocemos una sonrisa y las lágrimas se vayan disolviendo en la alegría por
tener la fortuna de haberte conocido, y porque personas como tú dan sentido y
honran a este mundo cofrade tantas veces carente de esos valores del que hacías
gala, y permiten que se haga realidad esa premisa de que a las cofradías se viene a
acercarnos a Dios y a hacer amigos. Y en mi caso, contigo, se cumplió
sobradamente. Fue todo un honor poder colaborar junto a ti.
Te pido que
ruegues por nosotros, porque no me cabe la menor duda de que ya gozará del
cielo quien en la Tierra fuera una mujer de Fe y siempre estuvo al servicio de Santa María de la
Caridad, Madre de la Iglesia.
Gracias,
Manoli. Descansa en paz. Te debía este sencillo y sincero homenaje. Recíbelo
con un cariñoso abrazo.
Ah…, se me olvidaba: no sabes cuánto echo de
menos aquellos bizcochos tuyos de limón, nunca recibí mejor recompensa por un
trabajo que ya, por sí mismo, es una inmerecida recompensa... Y un valioso premio
haberlo podido compartir contigo.