Lo afirmaba Santa Teresa de Jesús cuando aseguraba
que Dios andaba entre pucheros. Así que quién soy yo para contradecir a la
Santa de Ávila, a toda una Doctora de la Iglesia ni a la Mística española.
Si es verdad, como creo, que la belleza proviene de
Dios, entonces Dios habita en la belleza; y si es así, las cofradías son
terreno abonado para que Dios habite en ellas.
Lo que ocurre es que muchas veces nos empeñamos en
no buscarla, o no sabemos encontrarla. Nos empecinamos en pretender de las
cofradías lo que las cofradías no son. Quisiéramos modelarla a nuestra imagen y
semejanza, como si fuéramos Dios, cuando no llegamos ni a idolillos de barro y
solo conseguimos dar forma, con nuestra pobre condición humana, a lo peor de nosotros
mismos y amasamos en la misma arcilla vanidades, orgullos y rencores que
conforman la antítesis, la imagen más alejada de la belleza, más alejada de
Dios.
Dios, como entre los pucheros de la Santa, también
anda, si lo dejamos, entre las cofradías.
Porque a poco que nos lo propusiéramos, mirándolas
con ojos de fe, descubriríamos cómo Dios está en la belleza de una imagen, que
aunque tallada en madera terrenal, tiene pálpito y hálito divinos. O en la
madera que se retuerce en la hojarasca tallada, gloria barroca, en un paso de
cristo. O en las puntadas que recrean la hermosura de unas flores (avemarías de
oro) en el manto de una Virgen, o la dureza de los cardos (credos de espinas)
en la túnica de un Cristo, sobre el terciopelo bordado.
Belleza que se manifiesta en la grandeza de un altar
de cultos, no como prueba que deba superar ningún prioste, ni de crítica, ni objeto de sesudo debate entre cofrades
ociosos; sino como tributo de devoción a quienes deben ser el centro de la vida
de cualquier hermandad, su auténtica razón de ser: Cristo el Señor, la Virgen y
los santos.
La belleza está en el esfuerzo del costalero que
hace andar a Jesucristo con zancada poderosa y arrulla con el mimo de una
nana, con el suave vaivén de unas bambalinas, a la Santísima Virgen.
Habita en el aroma de las flores de los altares y de
los pasos; en la voluta de incienso que se eleva y se eleva, glorificando a
Dios, hasta alcanzar el Cielo.
Se manifiesta en el sonido bronco de una corneta, en
el redoblar de un tambor, en la música que queda como una estela detrás de un
manto cuando el paso de palio se aleja hasta perderse por cualquier esquina sacándonos
del ensueño.
Se refleja en el brillo del pan de oro en una canastilla
y en la labor repujada de la orfebrería, plata removida, argéntea arquitectura
labrada por los cinceles de la genialidad.
La belleza de Dios se materializa, también, en la
Caridad, sinónimo del Amor, con que las bolsas asistenciales de nuestras
hermandades atienden a los más necesitados, sin importarles credo, ni
procedencia, ni incluso religión.
Se asienta en el hombro con el peso de la cruz de un
nazareno que camina detrás del Nazareno y emana de la luz de los cirios que
forman el camino que preceden los pasos.
Y vive, verdaderamente vive, en la insondable
profundidad, como la naturaleza de su
propio Misterio, de un sagrario.
Esta es la belleza de las cofradías, reconozcamos en
ellas, como en un espejo, el fiel reflejo de la auténtica Belleza, la que procede
de Dios; busquemos la perfección, no la empañemos desvirtuando su verdadera
naturaleza, seamos instrumentos que la hagan brillar, y no la manchemos con el
manoseo de nuestros propios defectos, ni con lo peor de nuestra condición. Que seamos capaces de hacerlas brillar como la plata limpia, pues la belleza es intrínseca a las cofradías.
(Reflexiones de verano mientras vamos preparando los
enseres de una hermandad para sus cultos anuales)