Venía costeando el barco donde viajaba S. M. el rey D. Alfonso XII con su segunda
esposa, la Reina Cristina, y al preguntarle ésta que de quién era la isla que
aparecía frente a ellos, dicen que el rey le contestó: ”Tuya, Cristina”.
¿Cuántas veces, y sin ningún rigor histórico, habré
oído en mi casa esta explicación para el nombre de uno de los más bonitos
rincones de nuestra geografía? ¿Cuántas veces sueño con una Isla Cristina
idealizada con el correr del tiempo, de perfiles azules y blancos cegadores?
¿Cuántas veces la memoria de la infancia reverdece en la imagen de un pueblo al
que el corazón me pide volver?
Y vuelvo; claro que vuelvo. Y me rencuentro en la
vieja estación de Pozo del Camino bajando del ferrobús, subiendo a la mítica
“cachonda” que, destartalada y lenta, me lleva camino de la Higuerita. Me
recibe el tablero a cuadros con reflejos
plata y nácar de las salinas, y un puente de hierro, y un río Carreras,
Rubicón de la nostalgia, que me devuelve definitivamente al paraíso perdido de
la niñez, dejando antes de cruzarlo, en esta orilla, el tiempo de la ausencia.
A partir de ahí, Isla Cristina es una casa en la calle
Cervantes, con patio, pozo y corral, que daba a un zapar por donde se colaba
siempre el olor a marea y, de vez en cuando, hasta la misma marea. Es mañana de
verano en la playa y tarde de invierno con olor a alhucema al calor de una copa
de cisco.
Me lleva de la mano una tarde de Domingo de Ramos con
una palma inmensa delante de La Mulita; me sienta en un banco de hierro en el
paseo del Chocolate el martes santo para ver pasar a la Buena Muerte, y me
lanza como una vela de promesa, casi consumida, a los pies del Gran Poder al
recogerse la mañana del Viernes.
Hace que madrugue para llevar a cocer al horno de la
panadería una coca amasada en casa. Me alimenta de tejeringos ensartados en una
hoja de palma o en un alambre; o con las tortitas que vendía con su carro
ambulante una anciana al final del paseo de las Palmeras; o con dulces de
Pavón; o con la raya en pimentón de un chiringo, casi a pie de playa, entre los
matorrales de la Punta del Morán. Sacia mi sed de calor antigua con el agua que
recogía en la fuente que, con los chorros manando de la boca de dos leones,
había detrás del Ayuntamiento viejo. Y perfuma mi recuerdo un arriate con
hierbabuena y un limonero nuevo.
Me embruja con el brillo de charol en la humedad del
pavimento en las noches de humedad por la calle de la Ermita; me fascina con
las luces de colores entre los eucaliptos una noche de baile en el Plantío. Me
hace aventurero al alejarme de casa con los amigos cruzando el Matapiojos
camino de la Casita azul.
Hace que me enamore del cine en el Gran Vía, el de Félix, y del carnaval en
noches de teatro, fiesta que se adentraba en nosotros con el derroche cromático
de una cabalgata por la calle España. Me disfraza de pierrot, me hace llorar de
risa en el entierro de la sardina y bailar con las primeras niñas un Domingo de
Piñata en la plaza de las Flores, donde se quedaban flotando en el agua de la
fuente, junto a los peces corales, los últimos papelillos del carnaval.
Me hacía rezar a la Virgen de El Carmen en noches de
tormenta, a la luz de una mariposa ardiendo en un tazón de aceite y oyendo
en la costera noticias del barco
esperado, hasta que con los relámpagos la luz eléctrica se iba y se encendía el
quinqué de petróleo comprado en la feria de Villarreal y, al final, sobre el
retumbo del trueno, la misma jaculatoria de siempre:…” y que la Virgen del
Carmen los ampare con su manto”, ese mismo manto blanco que veía alejarse cada
dieciséis de julio en un barco desde el muelle, entre fuegos artificiales.
Isla Cristina es también medida de la tristeza lanzada
al aire, como el palo de una billarda en el luto humilde por seres queridos en
una tumba, tan lejos y tan cerca de la opulencia del panteón de la Gildita. Es
Rosario sencillo un siete de octubre y brillo, brillo radiante de un mar que se
quiere y que a veces, cobarde y traicionero, se hace odiar.
Eres, mi perdida Higuerita, un recuerdo viejo (más que
el tejao de la Coscona) con brillos nuevos de renacidos esplendores, como
reinventada, como resurgida de ti misma.
Y eres marisqueo en la orilla limpia de tus playas, y pies negros en el fango
del río, y sombra fresca de árboles en la orilla, y otra vez la luz, ahora la
indefinible luz del atardecer en el muelle, entre nasas de barro, artes de
pesca y viejos sentados cosiendo redes.
Y eres, por
fin, como un recóndito tesoro guardado en el alma, el retorno definitivo al
tiempo más feliz, tiempo que se mece en el sueño al compás de un pasodoble que
te dice, ahora y siempre, lo hermosa que
eres, Isla Cristina, como una perla que brota del mar…