Cuentan que
en aquel viejo y humilde corralón de vecinos de la calle Tendaleras nadie
dormía cuando llegaba la madrugada del Viernes Santo.
El aire que
llegaba del muelle y que mecía con solemnidad las redes que se secaban al pairo colgadas en la antigua carretera
del Odiel, agitaba también las hojas brillantes de las macetas de pilistras que
se disponían a lo largo del patio frisando el lavadero que se situaba en el
centro del corralón. Un rosal de enredadera, emparrado en un rincón, competía
vigorosamente con un jazminero que se acodaba sobre las paredes en el rincón
contrario de aquella casa de vecinos.
A las puertas de cada partido, de cada
vivienda, colgaban los aparejos de pesca, las nasas de barro y el canasto de
mimbre donde los hombres de la mar llevaban el costo cuando salían a faenar.
Pero hoy no se salía, era Viernes Santo y el Señor venía a visitarlos.
Cerca del
portalón de la calle, en una orza grande adeudaban en agua las flores que con
el dinero recogido, peseta a peseta, le compraban a Brioso en los huertos del
Conquero y que, amarradas con un cintillo de hojas de palma, esperaban la
llegada de su Dueño con las primeras luces del alba.
Porque el
Nazareno llegaba a la calle Valencia con el monte de corcho borniza desnudo y
llegaba al muelle cuajado de flores.
El corralón
cada noche de jueves santo se preparaba para ver llegar al Señor. Los días
previos se pintaban las paredes con el carburo que sobraba de la fábrica que
estaba junto a la estación de Zafra; se adecentaba el patio, se cargaban bien
de aceite las candilejas para que duraran encendidas toda la Madrugada y esa
misma noche, las mujeres se aupaban unas a otras hasta alcanzar las farolas del
alumbrado público para encenderlas, una a una, e iluminar la calle por donde,
casi de noche aún, pasaría la cofradía. Todo se adecentaba para homenajear al
Señor, pero se preparaba también para
homenajear a quienes como costaleros iban debajo de Su paso.
En el centro
del patio, alrededor de la pila, se disponían los vasos con la leche ya echada,
a la espera de que se detuviera el paso en la puerta y entraran aquellos
hombres de la bahía, cargadores de la estiba, para desayunar, momento en el que
se completaban los vasos con el café de puchero que hervía en un anafe. Un
lebrillo de pestiños enmelados amasados por Julio Ruiz y su mujer, dos botellas
de aguardiente, una de coñac y una tinaja de barro con agua fresca del relente,
completaba el agasajo a quienes con más fe que salario sacaban cada Madrugada
al Nazareno.
Llegaba de
noche y se iba, buscando el muelle, con las primeras luces del alba. El olor de
la tienda de los Castaños, el olor a anís y el de los calentitos que venía de
la plaza de abastos se mezclaba con el incienso que traía la procesión. En el
aire de la calle, como llevada por los vuelos del capote de Juan Posada, se
mecían las primeras saetas que subida sobre una silla cantaba una chiquilla,
Manolita Sánchez, la que para Huelva siempre sería su Niña, La Niña de Huelva.
Y se cerraban, por respeto y reverencia a Quien pasaba, las puertas de la
Europa, “donde las mujeres de bandera…” Y ondeaba a media asta en señal de luto
la bandera de España de la Comandancia de Marina que estaba a la vuelta de la esquina.
Pero andando
el tiempo, el viejo corralón desapareció, como fueron desapareciendo, poco a
poco, aquellos hombres de la bahía. Con el tiempo fueron también languideciendo
las cuadrillas de costaleros que ellos mismos formaban cada Semana Santa. Las cofradías
en la calle, tal como se había conocido hasta entonces, corrían serio peligro. Los
pasos con ruedas fueron triste realidad en algunas y amenaza creciente para
todas las demás.
Pero cuando
casi todo se malauguraba perdido, cuando parecía que las cofradías habían
tocado fondo, un aire de renovación, joven y fresco, comenzó a soplar
removiendo los cimientos de la Semana Santa de Huelva.
Y así,
pronto, Jesús Nazareno, desde el recuerdo y el reconocimiento a las cuadrillas
de costaleros profesionales, acuciado por la posible necesidad y ganando el
futuro, sería llevado por sus propios hermanos.
Para capitanear
esta empresa, tan nueva como ilusionante, revestida de reto, se tuvo la inmensa
suerte de contar con dos puntales, dos referentes en aquella emergente Semana
Santa de Huelva, Juan Manuel Gil García y Diego Morón Illescas y con el
entusiasta impulso de quien por aquel
entonces fuera el hermano mayor de la cofradía, D. Aurelio Linares Benavides.
Nunca se
pudieron imaginar aquellos primeros trece que acudieron por vez primera al viejo
almacén de la calle Trigueros que escribirían con letras de sudor sobre
pergaminos de arpillera una de las más hermosas historias de amor, honor y
pundonor hacia Jesús Nazareno. Esos trece costaleros que como con los Trece de
la Fama de Pizarro, trazando una raya en la línea de los tiempos, dejaron a un
lado la comodidad y la indolencia, y al otro lado empezaron a gestar bajo las
trabajaderas de su paso, la gloria imperecedera de ser costalero del Señor, de ser
altar, trono y pedestal donde se asienta la devoción de Huelva.
Y hace ahora,
aunque parezca que fuera ayer, cuarenta años, con cuarenta cuaresmas de espera,
cuarenta lunas llenas de Nisán, con cuarenta veces cuatro golpes de campanas
anunciando su hora, cuarenta fríos de relente, cuarenta amaneceres en el
muelle, cuarenta soles de fuego en la Placeta, con cuarenta batallas de saetas
de balcón a balcón, desde la Granaína al Comercial, con cuarenta clamores en la
calle Marina, cuarenta noches de miradas de impaciencia al cielo, cuarenta
salidas de gentío con sus cuarenta recogidas multitudinarias, cuarenta
alboradas y cuarenta mediodías, cuarenta mecidas de la gracia para que el
terciopelo liso lo borde el suave vaivén de la brisa del muelle rizando una túnica
morada, cuarenta escalones para alcanzar la Gloria, cuarenta Plaza Niña y casi
cuarenta de Esperanza…Y una salida extraordinaria para que la ciudad le
ofreciera su Medalla, la que siempre lleva en su corazón.
Porque se
podrán celebrar bodas de plata, de oro y hasta de diamante. Pero estas bodas de
arpillera solo la pueden celebrar los elegidos por Él.
Sirvan, pues, estas palabras de sincero
agradecimiento, homenaje y respeto a quienes fueron, a los que son y a los que
serán sus pies; a los que hicieron, hacen y harán que Nuestro Padre Jesús
Nazareno pueda caminar por las calles de Huelva cada renacida Madrugada de
Viernes Santo ayudado por una legión de cirineos de alpargatas, faja y costal.
Felicidades.