Foto: Esteban Romero Cartes
Se marchó en
una víspera de espigas, cuando el fruto granaba en la era y sobre su piel se
torcía el color del trigo, color pajizo que ocultaba su lacerada belleza, que
velaba su hermosura, casi agostada por las setenta y cinco siegas que en Huelva se hizo
de su Amor, y que tan buena cosecha siempre ha sabido dar. Se fue cuando el
calor llegaba llevando marcada sobre su piel la oscura huella del tiempo. Se
fue y en pleno verano, lejos de su mano, moríamos de frío.
Pero regresa
ahora; vuelve ahora en estas vísperas de palmitos y naranjas; ahora que el frío pone cristales de hielo
sobre el azul de nuestro cielo y congela el espacio en la mañana de la
procesión de San Sebastián, azuleando la encarnadura oscura de la imagen del
mártir. Lumbre en la nieve, sol disipando la niebla, vuelve cuando la
naturaleza, inactiva y latente, descansa en su letargo invernal.
Retorna a
nosotros mostrándonos en su rostro la blancura de la nieve, la pulcritud del
nácar, un fino color de loza modelada por las manos del Divino Alfarero. Ha retornado
la hermosura limpia y diáfana de la Virgen del Amor.
Su belleza nítida, esplendente, cristalina, es el fiel espejo de plata pulida donde se
refleja la mejor Semana Santa de Huelva, la de hoy y la de ayer, y al que le
repujaron el más digno marco posible el trabajo y la entrega de tantos y tan
buenos cofrades (todos sabemos sus nombres) que bruñen ya en la Gloria nuestra
mejor Historia.
Asomándonos
a su radiante hermosura, mirándonos en ella, en su rostro donde han renacido las veladuras,
los frescores, en los renovados livores de sus mejillas y la esplendorosa
nobleza de su frente, el tiempo se desvanecerá y nos volveremos a encontrar,
niños otra vez, en la impaciencia de una salida de la cofradía sorteando con
justeza el dintel de la puerta del templo; bajaremos por la cuesta de San
Cristóbal, desandando años, reviviendo
lo vivido, donde un revuelo de capas verdes paran, templan y mandan en la tarde
a veces soleada, a veces inquietante de nubes oscuras, del Lunes Santo onubense.
Abriremos de par en par los ojos del asombro
para contemplar el perfil barroco de un
paso donde la hojarasca se retuerce viendo como el Cristo de las Penas cae por
tres veces, alumbrado por la severidad de los cuatro faroles de sus esquinas.
Se agita en
la memoria, rizando el aire, el recuerdo de los flecos de unas bambalinas que se mecen con nervio al compás de la
marcha Rocío; reverdece la visión de un
palio, un cielo verde como el
pinar de Montemayor, que se adentra en el bosque de naranjos en flor de la
calle Francisco Niño entre el eco de una saeta que canta Dolores Gómez, La
Pera, mientras un trasfondo de olor a azahar inunda toda la Huerta Mena al paso de su Reina
del Amor.
Y es que
brillan en el recuerdo las esmeraldas en la cintura de la Virgen, y el azogue
en las veinticuatro estrellas de la corona de Los Apóstoles, en el trémolo de las blondas que remataban el
tocado de la Virgen, y en el dorado del tisú que entolaba la mantilla que
magistralmente se cruzaba en el pecho
(así, sin darse importancia, como si fuera fácil), y se ajustaba a su talle de
nardo; y en las puntadas de oro de la saya de Paco y en las lágrimas a punto de
correr por las mejillas de Fermín… Ahí están los reflejos que devuelven la
renovada hermosura de la Virgen a quienes se pongan ahora delante de Ella.
Y es que María
Santísima del Amor, mucho más que la “gracia”, es el “Alma de Huelva bajo
palio”, porque entre los pliegues de su manto liso siempre llevó guardado (y
ahora guardará bordado) el recuerdo para siempre de una Semana Santa sincera,
sin dobleces, donde la humildad siempre fue gala de su hermandad; en la que el
trabajo callado, sin competencias con nadie, la hizo crecer y ser valorada y
querida por todos. Las Tres Caídas es, un poco, la hermandad de todos.
Ha regresado
la belleza; ha retornado la hermosura. Irradiando claridades, desde el altar
mayor, ha vuelto a llenar con su Amor todos los rincones del Sagrado Corazón de
Jesús, de todo el Polvorín… y de Huelva
toda, que agradecida, para celebrar su regreso, le ha ofrecido una de sus calles para que lleve su bendito y
sagrado nombre, desde ahora y para siempre. Por los siglos de los siglos.
Huelva es ahora más Huelva. Si ya su nombre
campea en el himno de la ciudad, ahora también su nombre quedará grabado sobre
la piel de la ciudad, como tatuado en azulejos cerámicos, como se graba por
dentro un anillo de compromiso que dijera simple, sencilla y llanamente:
“HUELVA
POR AMOR, A LA VIRGEN DEL AMOR”.