Como
hizo durante tantos años de su vida acudió solícito a la llamada de la Virgen,
inmediatamente. Imitando a su Cristo, Juan Manuel expiró cuando las campanas de
la Esperanza llamaban a la sabatina, a la misa y a la salve. No lo dudó, lo
dejó todo y compareció ante su presencia. Solo que esta vez, este inesperado
reencuentro con Ella, con la Bendita Rosa de San Francisco, ya será para siempre.
No me
gustan los lazos negros, ni en el varal de un palio, ni en la canastilla de un
paso de Cristo, ni por duplicado sujetando una vara en unos respiraderos. Nunca
tendré claro qué criterios hay que seguir para honrar la memoria de un hermano
colocando un crespón, o qué criterios seguir para no hacerlo, ¿dónde está el
manual que lo diga, la regla que lo contemple? Por eso nunca hubiera querido
escribir esto que ahora escribo. Por eso, y porque si por "ser mucho
de" se pone luto en un varal, ¿qué habría que hacer entonces para honrar
la memoria de este cofrade, brillante como pocos, que se nos fue?
Todo, o
casi todo, se ha dicho ya de Juan Manuel Gil. Con justicia se ha alabado sus
muchas virtudes. De él se ha ponderado su capacidad de trabajo, de
organización. Nos hemos referido a su seriedad, seriedad que en él nunca fue sinónimo
de tristeza, de su concepto de la
medida, de su templanza, de su honradez, de esa acendrada costumbre de no darse importancia en las
empresas que emprendía, y que en su mano eran garantía segura de éxito; en
definitiva de su habilidad de no figurar en nada estando detrás de todo. Líder
sin imposturas, contertulio indispensable, y consejero excepcional. Solo había
que apreciar un gesto suyo para intuir lo que sí o lo que no. Los que lo
conocieron bien me entienden. Generoso en todos los aspectos, nunca negó ayuda
a ninguna cofradía que se le encomendara, si con ello repercutía en el bien de
la Semana Santa, y en el de la Iglesia, a la que sirvió sin reservas. Hoy
muchos se han subido al carro, mientras Juan Manuel fue quien ideó, construyó y
buscó quien financiara el carro. Abrió caminos que nadie hasta entonces había
trazado. Difícil, muy difícil concebir hoy la Semana Santa de Huelva sin su
aportación. Sería imposible desglosarlo aquí. Su claridad de ideas de lo que
debe ser (y sobre todo de lo que no debe ser) una cofradía le llevó a decir que
en la actualidad que un cofrade comprometido no tenga responsabilidad de
gobierno en ninguna hermandad deberíamos considerarlo más que un castigo, un
premio, dado el erróneo derrotero que en algunos aspectos van tomando las
cofradías. Siempre sincero, transparente.
Pero creo que todo esto no hubiera sido
posible sin su proverbial sentido de la rectitud, que no quiere decir
severidad, ni altivez, todo lo contrario: haciendo alarde de esa sincera y
auténtica naturalidad que fue siempre marca de la casa. Ni por supuesto sin el
sentido de hombre de iglesia que él jamás disoció de su condición de cofrade. Su dicho, su deseo de "no
enojar al Señor", ni siquiera en la adversidad de su cruel enfermedad, fue
máxima en su vida.
Tanto
es así que una de sus mayores habilidades fue la de saber esquivar los reconocimientos. Poca
gente sabe que en su día el Ministerio de Defensa de España tuvo a bien
concederle la Gran Cruz al Mérito Naval, que jamás lució. O al menos yo nunca
lo vi. Supimos, por un artículo colado sin su consentimiento en las páginas de
un periódico local, de la concesión a este irrepetible cofrade del único
Llamador de Canal Sur que se haya otorgado en Huelva, hasta supo salirse por la
tangente de las estrellas cuando un grupo de amigos quisimos rendirle un más
que merecido homenaje por la concesión de la medalla Pro Eclessia et Pontífice,
máxima distinción con que la Iglesia Católica honra a un seglar y que concede
el Santo Padre a petición de una diócesis. Cuenta quien estuvo presente cuando
le comunicaron la concesión de este honor que respondió con un escueto "se
agradece".
Así era
Juan Manuel, y quizá por ser así no es de extrañar que en su duelo coincidieran
amigos, cofrades, sacerdotes, obispos, concejales, el alcalde... Y que en su
misa de "Corpore in sepulto" se llenara por completo la Parroquia de
la Concepción, como para día de culto grande y solemne, tanto que parecía que
en cualquier momento iba a salir por la puerta de la sacristía su queridísimo
sacerdote D. Carlos Núñez arrastrando la capa pluvial y los latines, guisopo y asperge en mano, para rociar su
féretro. Juan Manuel estaba como en su casa, a la que cada Miércoles Santo
llegaba acompañando a una cruz y salía alumbrado por la luz de un cirio, renovada
su fe y su compromiso en la estación de penitencia de su cofradía.
Y desde allí, desde la Concepción, un último
viaje. No se podía marchar definitivamente de este Mundo quién fuera piedra
angular en la construcción de su iglesia sin una postrera visita al templo
donde habita la Esperanza. Esa sí que fue su verdadera casa.
¿Quién
ha dicho que las campanas de Santa María de la Esperanza tocaban a duelo, que
sonaban tristes ese triste domingo por la tarde? A pesar del doloroso trago, para
mí que tocaban a arrebato, a gloria por el hijo que entraba triunfal en la casa
de su Madre. En los ojos de la Virgen , esa tarde todavía más color miel, se
reflejaba toda la vida de Juan Manuel, que llegó revestido de viejo
nazareno por las mejores camareras que
nadie pudo tener, porque a ver quién puede decir que las Hermanas de la Cruz lo
haya vestido de nazareno, nada más y nada menos que para presentarse así ante el Padre Eterno.
Y para que la luz lo guiara al Paraíso, como
si fuera un cirio pascual preso de una filigrana de plata, su libra de cera de
mayordomo presidía inhiesta su cabecera. Y ya allí, al entrar en la
"celeste morada" que reza la salve de San Francisco, en un cielo
transfigurado de verde esmeralda, como de manto de tisú nuevo, cara a cara, de
pie ante Ella, la habrá saludado como siempre hizo en la Tierra, con un
"Esperanza Marinera, Dios te salve".
Precioso artículo Manolo, mejor imposible explicar con palabras los sentimientos,chapó
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