Pocas cosas anuncian con tanta certeza la inminencia
de la Semana Santa como entrar en un templo y encontrar a una imagen de la
Virgen vestida de hebrea. Ni los amaneceres que se adelantan, ni las tardes que
se alargan, ni la luz creciente de estos días, esa luz que ya percibimos
distinta y que activa algo en nuestro interior que hace que sin que necesitemos
mirar al calendario intuyamos que el tiempo prometido está cerca, o tal vez que
ya haya llegado, pues pocas cosas hay tan nuestra como la de gozar de las
vísperas tanto como los propios días de pasión; ni siquiera el azahar, aún
lejano, pero latente ya en el diminuto emperlado del nuevo verdor de los
naranjos que va cuajando su blanco pregón de aromas, ni siquiera eso. Nada como
la imagen de una dolorosa vestida con los colores de su atuendo de mujer hebrea
para pregonar lo evidente.
Y es que parece que haya algo atávico en esta
estampa que se repite en nuestras cofradías así que entre en nuestras vidas una
nueva Cuaresma. Porque la Virgen así vestida, desposeída de alhajas, sin
bordados, sin corona, parece indicarnos el camino que debiéramos seguir en este
tiempo que nos devuelve a la infancia perdida, cuando empezábamos a albergar
nuestro sueño cofrade, a ese tiempo feliz lejos de disquisiciones huecas donde
nuestra esperanza se materializaba en el
mismo momento que entraba una parihuela vacía en la iglesia y veíamos cómo día
a día iba tomando forma lo que para nosotros era la perfección. Y todo entonces
empezaba a tener sentido. En la sencillez de una Virgen de hebrea está la
simpleza de aquellas semanas santas limpias de polémicas gratuitas, de desencuentros,
de las cofradías por sí y para sí, sin que fueran utilizadas como campos de
batalla para dirimir no sé qué intereses, cofrades o particulares.
Así, desposeídos de casi todo, con la simpleza de
una Virgen vestida de hebrea deberíamos adentrarnos en la Cuaresma, con la
elegancia de la sencillez, mirando hacia nuestro interior, como la Virgen mira
a la corona de espinas que sostiene entre sus manos, dejando fuera todo lo que
no fuera amor a las cofradías, a la Iglesia, en este tiempo de perfiles
morados.
No contemos hacia atrás el tiempo que queda para
alcanzar los días del gozo; saboreemos los días, uno a uno, que nos acerquen a
la Semana Mayor como si subiéramos por una escala santa que nos lleve a la
gloria de una cofradía en la calle a pleno sol, o adueñándose de nosotros en
noches de incienso y estrellas. Guardemos ese elocuente silencio que provoca la
contemplación de una imagen alzada en su altar de cultos. Atesoremos en nuestro
interior el repeluco viejo de besos nuevos en el pie de una imagen de Cristo.
Reprimamos la emoción en una larga fila que proclama la Fe en una función principal
de reglas. Todo para que música, lágrima y movimiento irrumpa con nuevos bríos
y nos suene mejor cuando llegue a nuestras calles un nuevo Domingo de Ramos.
Que nada ni nadie nos arrebate este santo gozo de vivir en cofrade la Santa
Cuaresma como preparación a la Pasión y Muerte de Cristo, cuya conmemoración, a
nuestro modo, es lo que le da sentido a la celebración.
En este
tiempo bullicioso de cultos, conciertos,
ensayos, busquemos los silencios de la
Cuaresma, enfoquemos adecuadamente su verdadera imagen y no tengamos prisa por
que lleguen los días del gozo ,vivamos este dichoso presente mientras la Virgen
siga vestida de hebrea.
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