Pongamos que se llama Samuel. Pongamos que apenas es
un muchacho de catorce o quince años que un día al revolver de una esquina,
como dice la copla, se encontró de golpe con la belleza de una cofradía en la calle.
Tanto le impresionó, tanto le emocionó, tanto le
cautivó, que su día a día desde entonces gira alrededor de lo que ya considera
su propio mundo y que hasta aquel
momento del encuentro era un mundo totalmente desconocido para él: La Semana
Santa.
Su creciente dedicación a la hermandad
de su devoción le ha hecho implicarse en tareas hasta hace poco tiempo totalmente desconocidas
para él. Está comprendiendo día a día que el esplendor con el que él se
encontró en aquella esquina de la casualidad trae aparejado el trabajo interno
de todo un año en la intimidad en la casa de hermandad y en el templo.
Siempre
dispuesto al trabajo, a aprender más, Samuel no parece que vaya a ser de los
que aparezca en cuaresma y antes de que llegue El Corpus se haya olvidado de su
cofradía. No creo que su naciente y creciente pasión se vaya a limitar cada año
al tiempo que va desde el último cohete de San Sebastián al primero del Rocío. Igual
me equivoco, pero me da a mí que no.
Parece ser
que a esto lo ata algo más profundo que una procesión, que un costal, que una
corneta o que un ratito llevando un cirio. Aquí hay algo más. Y parece que
bueno.
Todo le atrae. Todo le interesa. Ávido de conocer la
interioridad de este peculiar submundo ha ido observando los diferentes grupos
donde se trabaja por la hermandad. Y llevado por su fina intuición, cree haber
encontrado su lugar. Además un lugar especial, vocacional. Quiere servir en el
altar como acólito. Porque al mismo tiempo que ha ido creciendo su pasión
cofrade se ha ido despertando y acrecentando su fe.
Con
discreción, pero con la confianza que ha encontrado entre sus hermanos, se
dirige al promotor de cultos para decirle que hay algo que le impide desempeñar
esa soñada misión de servir en el altar, o donde sea necesario, como hermano de
la cofradía , porque Samuel no está confirmado, ni ha hecho la primera
comunión, ni siquiera está bautizado.
Y es aquí donde se pone de relieve la vigencia de
una hermandad en pleno siglo XXI. Ahora es cuando se demuestra su utilidad, una
de sus principales razones de ser: la de acercarnos a Dios y a su Iglesia (la
otra es hacer amigos), aparte de otras consideraciones, todas válidas, que a
las cofradías cada uno llega por el camino que quiere . Pero las cofradías,
como catequesis, pueden llegar, si se les permite, a donde hoy no llegan, porque
no puedan o porque no quieran, ni la familia, ni el colegio y a veces incluso
ni siquiera la parroquia.
Por eso, Samuel está recibiendo ya la catequesis
necesaria para entrar a formar parte del Pueblo de Dios por el sacramento del Bautismo,
y para que pueda cumplir su vocación de servicio a la hermandad. Y la está
recibiendo de manos de una de sus futuras hermanas de cofradía, hija, qué
casualidad, de padre cofrade, y bien cofrade, bajo la supervisión de un
sacerdote, y buen sacerdote, joven, con ímpetu, que valora a las cofradías y
además es párroco de Samuel y ha confiado a la hermandad su formación.
Y es que a pesar de tantas cosas las hermandades
siguen atrayendo a través de los sentidos. Son
válidas. Porque aunque sea de andar por casa, las cofradías siguen
haciendo el patente milagro de suscitar la Fe en quienes la contemplan, con su
plástica catequesis, hermosas como pocas, especialmente en los jóvenes.
Y sigue llamando, como Dios a Samuel en el Antiguo Testamento. Y siempre
habrá quien le conteste: "Habla, Señor, que tu siervo escucha". Como
el muchacho que nos ocupa a quien Dios lo ha querido para que sirva en la mesa
del altar como acólito, de momento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario